Noticias, limones y un extraño flashback al Caribe.
Vomité después de leer las noticias.
Enterarte de ciertas cosas puede ser nauseabundo, literal. Justo ayer leí un par de titulares que me produjeron arcadas, el primero, porque el segundo empujó la expulsión del croissant con chocolate que con tanto gusto me había zampado. A veces solo necesitas un removedor para traer a la superficie regurgitaciones antiguas; heridas viejas que estaban en el fondo del vaso de la vida, que habiendo cicatrizado o no, vienen y punzan con un dolor que se extiende, que hace eco como cuando gritas en la orilla de un acantilado.
Decía que ayer domingo, estando sola en casa –Manel, mi novio, se había ido de fin de semana al campo, a una montaña por Malinalco con sus amigos– me sentía a gusto en aquella expedita libertad, con Rigoberta Bandini haciéndome cantar y bailar hasta caer despatarrada en el sofá, para ponerme a husmear en Instagram sin la menor prisa, sin una pizca de culpa ni pudor. Pero, como pasa cuando estás inmersa entre metaversos y redes que te atrapan y desdibujan los límites entre la vida real y la que no se toca, una cosa llevó a la otra, terminé en un perfil de noticias, de allí a un link, y a enterarme de la subida del precio del limón, hecho que tal vez en cualquier país no tendría mayor relevancia, pero en México es un tema álgido, porque hay muy pocas cosas a las que no le pongan un chorretazo de jugo ácido, sobre y lejos de la mesa.
A mí por un momento me causó gracia, pero la palabra «limón» me hizo una jugarreta, como bien dice Fito Páez «las palabras hacen trampa» y al leerla se me revolvió el estómago; de golpe la vida me puso en el flashback del que había huido por 17 años.
No sé si fue la soledad que me permití gozar, pero recordé el día que conocí a Ramón. Yo vivía en mi natal Venezuela, estaba en el primer año de carrera, y en el inicio de muchas cosas, incluido mi coqueteo con el alcohol y otras drogas. En ese entonces era bastante inexperta en todo, realmente una novata, sobre todo en eso de conocerme y quererme a mí misma.
Recordé lo increíblemente guapo que era Ramón y asumí, por lo que sabía de él, que también era muy inteligente; lo segundo era lo que más me seducía, eso digo ahora pero no nos engañemos, a los 19 años lo físico tiene mucho peso, y ese era un peso que deseabas tener encima.
Aquella vez me fui con mi grupo de amigos de la universidad a Ocumare de la Costa, a la casa de playa de la familia de Eloisa, una casona con aires coloniales y un patio central maravilloso, un lugar inspirador para lo que sea que te propongas. En esa ocasión la idea era celebrar a todo lo que diera el cumpleaños de nuestra anfitriona.
Ramón no era del grupete, era un amigo de la infancia de Eloisa y había escuchado hablar de él muchas veces, hasta que ese día nos vimos por primera vez en la licorería de El Limón, saliendo de Maracay, donde nos bajamos a comprar hielo y otras provisiones. «Pero quién es este fucking bombón» o algo así dije mentalmente cuando lo vi. Y me emocioné porque, sumado al mar y el paisaje Caribe, las vistas iban a estar espectaculares.
Una vez en El Remanso nuestras miradas se cruzaron varias veces durante el día. Las risas, los tragos, iban y venían mientras organizábamos la casa, repartíamos las camas y los cuartos. El bochinche reinaba como símbolo inequívoco de una impúdica alegría juvenil que hoy extraño. Al caer la tarde todos fuimos a darnos un chapuzón en el mar. El ocaso fue idílico, no sé cómo había borrado de mi memoria esa puesta de Sol entre carcajadas, agua salada y sorbos de ron en una jarra que rodaba de boca en boca.
Comencé a sentirme inquieta, con esa sensación sutil de subida de adrenalina y de temperatura, las miradas de Ramón eran cada vez más intensas, me paralizaban, sentía que ardía por dentro… Entre pitos y flautas, alguien propuso jugar a «un limón, medio limón»: a cada uno se le asigna un número (de limones), luego debe decir medio-limón y después el número (de limones) asignado a la persona que quieres que continúe la cantaleta, que entre borrachera y susto por equivocarte termina siendo de melones o de miedo-limón, porque la penitencia es tomarte un shot con cada error.
Yo era el tres y Ramón el siete, y no paraba de decir «siete limones, medio limón, tres limones», y al intentar devolverle la frase, se me enredaba la lengua, y venga a tomar shots de tequila barato, que es lo que corresponde a una fiesta de estudiantes. Qué desastre, qué gozadera, que ganas de no detenernos. Qué maravilla tener 19 años y que te guste alguien a quien le gustas.
Lo siguiente fue lanzarnos de nuevo, estábamos saliendo de la adolescencia y, en ese momento, de cualquier pedazo de tela que pudiéramos tener encima antes de entrar frenéticos al agua, con esa temperatura perfecta del Caribe a cualquier hora.
Cuando salimos del mar había viento, y se armó la oportunidad perfecta para que Ramón se me acercara y me pusiera una toalla, y sus brazos, sobre los hombros. Después me abrazó para calentarme, sentí corrientazos, fuego en el plexo solar, el mundo se detuvo en esa llama.
Al rato el reloj volvió a su marcha y vinieron los demás, los gritos, el alboroto. Entramos a la casa y volvieron los shots, ahora de ron, también barato. Recuerdo sentarme al lado de Ramón, y luego una secuencia de erotismo etílico, un flashback de trocitos, apenas destellos, cuadros de una película llena de sensualidad y torpeza.
A la mañana siguiente estábamos en la misma cama, desnudos, con una resaca de muerte. Un clásico. No sabíamos bien cómo tratarnos, los huecos de la memoria hicieron un boquete entre nosotros. Después de los buenos días, nos vestimos con prisas y huimos a desayunar.
En la cocina extendida hasta el comedor todo transcurría de forma más lenta que el día anterior, no éramos los únicos con el malestar-secuela del desenfreno previo. Entre burlas y anécdotas saboreaba el café e intentaba ocultar mi incomodidad. Todos nos miraban a Ramón y a mí, haciendo guiños risueños, pero yo lo único que quería era que el dolor de cabeza desapareciera, y arrastrara consigo el bochorno.
El día transcurrió entre sorbos de cerveza y cuba libre, tostones con ketchup y queso rallado, cartas de Uno y barajas españolas, raqueta de playa y fuchi ball, y las líneas del libro que absurdamente intentaba leer. Esa noche fue más tranquila, música, risas más alcohol, y ahora también esa rareza entre Ramón y yo. Al día siguiente recogimos la casa, nos volvimos a dar un chapuzón express, empacamos y nos fuimos todos a Caracas.
Pasaron los días y no supe más de Ramón. Quise preguntarle a Eloisa pero el ego me pudo. A las dos semanas comencé a tener náuseas y la regla no me bajaba. Coño, quedé embarazada y ni siquiera podía recordar bien cómo pasó. Aquello fue realmente un huracán, todo se me vino abajo, noches en vela pensando qué hacer, si avisarle o no a Ramón, un vendaval de emociones amplificadas por las hormonas y el estrés.
Lo conversé con Carla, mi mejor amiga, y decidí no decirle a nadie más, contarle a Ramón podía traer más dudas y alargar la agonía. Aborté.
En aquel momento, como sigue siendo ahora, era ilegal abortar en mi país, por lo que la clandestinidad, además de hacerlo un procedimiento muy costoso –conseguir el dinero fue realmente una odisea–, le sumaba murmullo y pocas explicaciones que traían miedo, dudas, vergüenza. Mi amiga me acompañó, pero no estuvo ahí conmigo en aquella camilla helada. Me sentí muy sola, muy vulnerable. Sentí mucho miedo de que me hicieran daño, de no poder concebir cuando realmente quisiera.
Ese episodio nos unió mucho a Carla y a mí. Nada como un buen secreto para afianzar cualquier vínculo. Sin embargo, nunca más tocamos el tema, lo ocultamos como a una frase escrita en un cuaderno que no quieres que nadie lea. No volví a mencionarlo o hablarlo con otra persona, tal vez por temor a que me juzgaran por elegir seguir con mi vida como iba, tal vez sentía vergüenza, no sé, era un recuerdo que no estaba a mano, en ningún archivo consciente de mi memoria.
Hasta ayer, cuando leí las noticias.
El titular que seguía después del de la subida del precio del limón, y que apenas alcancé a leer, era que el Congreso de Guatemala había aprobado una ley que prohibía el matrimonio gay e imponía aún más penalidad al aborto, lo que entre otras cosas les consagraba como la nación «pro vida» de Latinoamérica. Y yo, claro, vomité.
Apenas pude recuperarme, pensé en volver a Instagram y stalkear a Ramón, pero me fui a la farmacia. Cuando volví a casa Manel había regresado, le conté que había bajado a comprar una medicina para las náuseas.
—¿No estarás embarazada, mi amor? —me gritó destapando una cerveza en la cocina.
Me gustó mucho la frase de “El bochinche reinaba como símbolo inequívoco de una impúdica alegría juvenil que hoy extraño”, me identifiqué. Creo que esas vistas de Ocumare, esos Ramones y esos juegos de limones de alguna manera a cualquiera le pueden traer gratos (o no tan gratos) recuerdos.
Es increíble la evolución de una misma, viendo Atrás nos damos cuenta que no somos ni la sombra de esa veinteañera (afortunadamente). Somos una sola, pero a la vez muchas distintas.
Me gustó, ojalá se siga leyendo mucho más de esto por aquí.