Los sonidos de un viaje anónimo.
—Yo estoy desesperado porque lleguen las vacaciones. Quisiera ir para alguna parte, pero sin gastar mucho. A la playa, de camping, no sé. ¿Qué me dices, Tomás? ¿Alguna recomendación?
—¿Te conté del viaje que me eché hace dos veranos?
—Creo que un poco, ¿a dónde?
—¡Fue increíble! Apenas me botaron del trabajo, busqué en mi garaje; metí la carpa, la estufa portátil y la bombona de gas en la camioneta. Era una descarga. Quería la sensación abstracta de las líneas punteadas avanzando en el asfalto, las que siempre terminan en mi ambiciosa estrategia para tumbar al gobierno o para pagar el alquiler; las líneas que se trepan al horizonte, se suben a las nubes y bajan por las montañas a la derecha de la carretera. Un paisaje que nunca sé si es de letras, de jeroglíficos o de notas musicales. Un camino que me habla a una velocidad constante de 70 mph, con el cruise control activado para que no aparezca un policía creativo como la última vez. ¿Te conté eso? Me multaron por ir a 60 en una carretera de 45. «Si hubiera sido una milla más adelante, te hubiera dejado ir», me dijo el tipo. Motherfucker! Pero sí, quería escuchar música durante miles de millas, disfrutar de los últimos días de mi equipo de sonido. El subwoofer. Tal vez tendría que vender la camioneta, volver a la casa de mis padres. Luz de cruce, tic tic tic, pasar por la izquierda, cruise control, líneas punteadas, subir el volumen. Esa canción sonó en mi boda. Me recuerda a mi ex, la coño de madre que en ese entonces estaba embarazada. No debía importarme, pero me afectaba. Y el día, y la noche, y el volante, y la economía. Con esa inflación no había manera de sobrevivir sin trabajo. Vivir de nuevo con mis padres a mis cuarenta años. Cuarenta. Hasta cuarenta mini líneas contaba en el asfalto, a 40 mph también bajó varias veces la velocidad máxima en la carretera. Frenaba un poco. Tendría que dejar a mi novia. No podía siquiera invitarla al cine. ¡Lo que cuestan las cotufas! ¡Lo que iba a gastar en gasolina durante el viaje! ¡Se fue todo a la mierda! A las nubes, otra vez a las nubes, adonde fueron a parar las líneas del asfalto antes de que llegara la noche. Me gusta la noche porque las luces se ven brillantes, y cuando titilan, avisándote de una nueva intersección o de algún semáforo próximo, es como si las escucharas. El pálpito de un bombillo amarillo, más la llovizna, más los limpiaparabrisas. Ritmo. El mismo de las caderas de mi novia caminando por la playa. Y nunca más le iba a poder invitar unas cotufas en el cine, y menos una bebida en algún rooftop. Moriré solo, como la luna que aparecía en el horizonte. Solo y en oscuridad, como una carretera sin ojos de gato, sin sus ojos de gato, sin los ojos de gato de mi novia. Y bajaba la mirada y ya no encontraba montañas, sólo desiertos que apenas se distinguían en la penumbra, árboles como los de la portada de Joshua Tree. Play a Where the Streets Have no Name. La libertad de las calles que no tienen nombre, las líneas que no tienen destino, que suben a las nubes. ¡Pff! Cómo disfruté ese viaje. Nadie a mi lado indicándome por dónde ir. La autonomía de la soledad. Bajar los vidrios a pesar de la llovizna, el sonido otra vez de los limpiaparabrisas. Los limpiaparabrisas que secaban mis lágrimas, ¿pero qué vaina chimba se fumaron los Hombres G? Play. Me acuerdo de cuando los vi en el Sambil. ¿Cuál es mi top 5 de conciertos? Coño de la madre con Roger Waters que resultó hasta madurista. Qué maravilla sería volar ese mismo helicóptero del concierto en el Valle del Pop, pero volarlo aquí, en el desierto, por las nubes, bajar en líneas punteadas sobre la carretera como un plano de James Cameron al comienzo de Terminator. You could be Mine. Play. A veces cuarto de tanque, a veces menos. En verdad que lo único ladilla era poner gasolina. Y sacar la tarjeta de crédito. Y pensar de nuevo en el dinero, y en mi novia, y en mi futuro, y en volver a la casa de mis padres…
—Bien, Tomás, pero a dónde fuiste.
—Chamo, de pana que ni me acuerdo.