Como terremoto en septiembre, llega sin avisar la inesperada secuela del clásico de Alfonso Cuarón, protagonizada por Yalitza Aparicio y Wendy Guevara. Un film de acción incalificable.
Nada te ha preparado para la explosiva segunda parte de este clásico del cine mexicano.
Por @Microreviews
Roma, la multipremiada película que el mexicano Alfonso Cuarón estrenó en 2018, no necesitaba una secuela. Nadie la pidió, nadie la esperaba y, sin embargo, 10 años después, acá estamos, reseñando la sorpresiva segunda parte de la cinta que es considerada por muchos (no por mi) como la obra maestra del director.
Primero una aclaratoria:
Yo no suelo reseñar blockbusters. Menos si en su creación están involucrados amigos y familiares. Quienes me conocen y siguen mis piezas (la misma cosa) saben que el director y yo estudiamos juntos en la prepa y, aunque Alfonso reniegue o diga no recordar nuestra amistad, la sola existencia de esta situación ya podría suponer cierto sesgo sobre esta crítica. Así que lo más responsable me pareció rechazar la invitación a la premiere de su secuela, Roma 2: Arde Roma.
Para los que estaban pendientes y sembraron chisme en redes, aclaro también que poco importa que la invitación física y los regalitos del kit de promoción nunca llegaran. La empresa que llevaba los servicios de prensa me aseguró que estos debieron perderse por algún error y que igual mi nombre figuraba entre la lista de invitados. Pero es que, aunque hubiesen llegado, confieso que estaba ya negado a la idea de ir a ver la película.
Los 15 premios de la academia recogidos en la última entrega, la Palma de Oro, el Oso de Berlín, la pulverización de todos los récords de taquilla en sus primeras semanas de exhbición y el furor por sus action figures, álbumes de barajitas, cereales, juegos de video y prendas de vestir que han vuelto tendencia global el «Chacha style», me daban una inmensa pereza. Ni hablar de sus cuatro horas de duración con intermedio.
Juro que no quería hacerme el interesante ni mucho menos despreciar los cientos de comentarios y mensajes pidiéndome que escibiera de esta secuela. Mis seguidores y unos pocos colegas saben que mis gustos se inclinan más hacia la discusión del cine de autor y no a la promoción indirecta de productos mainstream. Pero si algo me han enseñado mis más de veinte años de experiencia como profesor y crítico cinematográfico, es a no juzgar una cinta sin atravesar (y a veces padecer) su visionado.
Pues bien, tres meses después de su estreno, finalmente me decidí a verla. El mundo entero parecía haber abrazado con gusto las memorias de adolescencia de Alfonso y las nuevas aventuras de Cleo, su empleada doméstica, así que me aventuré a la sala, no en miras de hacer una reseña cinematográfica cualquiera, sino más bien tratando de entender lo que representa esta película para el ser humano de nuestro tiempo.
Y es que Roma 2: Arde Roma no es sólo una película, es un fenómeno de masas que ya es considerado base ideológica de una revolución que está dando pie a un nuevo orden mundial del que aún no vemos (pero anticipamos) el desenlace.
Pido disculpas de antemano a mis lectores por hacer de esta una pieza semi vivencial, pero es que por los vínculos arriba mencionados y lo vivido en la sala, se me hace difícil separar la opinión de la experiencia que fue ver esta película. Y sí, lo digo sin pruritos: Roma 2 ha sido una experiencia transformadora que inició justo desde el momento en el que decidí salir de mi casa.
Temiendo ser reconocido por colegas o fans, reservé todos los asientos de la última función del día en una sala de arte lejos de mi colonia. Fui de incógnito, con sombrero y los lentes 3D ya puestos para evitar encuentros que pudieran contaminar la experiencia. Incluso entré segundos antes de que iniciara la función, con las luces ya apagadas, para que ni siquiera los acomodadores pudieran reconocerme. Cuando apareció el logo de la casa productora, traté de sacudir cualquier prejuicio que pudiera tener sobre la película, pero nada podía prepararme para las cuatro horas y media que siguieron.
No entendí nada. Finalizada la proyección, salí del cine desorientado, molesto con la vida y, sobre todo, molesto con Alfonso. ¿Qué mierda acababa de ver? La primera y más obvia impresión fue que Roma 2 hace gala de una radical divergencia de tono con respecto a la obra original, alejándose del estilo contemplativo y poético para abrazar los códigos del cine de acción al mejor estilo de John Wick, Rápido y Furioso o incluso, Commando con Arnold Schwarzenegger.
¿Alfonso se estaba burlando del mismo público que endiosó su primera película? ¿Es esta una despedida con sabor a rencor del medio cinematográfico? ¿O quizás es esta la obra de un genio, capaz de visualizar mucho más que planos secuencia magistrales? Tal vez el rey finalmente estaba desnudo, pero si era así, ¿cómo es que sólo yo podía verlo? ¿Por qué nadie más había alzado su voz ante semejante adefesio? ¿Miedo de mis colegas quizás a ser «cancelados» por los poderosos de la industria? ¿Temor a meterse con Cuarón?
Todas preguntas sin respuesta que no me dejaron dormir esa noche de tormenta. Sólo cerrar los ojos aparecía de nuevo ese hipnótico y desconcertante plano inicial. ¡Un maldito callback a la primera película! Un largo plano en 3D de un charco en el suelo del patio de la casa que, de pronto, es interrumpido por el reflejo de un avión que a los pocos segundos vuela en pedazos, como diciéndonos que no nos acomodemos en la butaca, que este será un viaje turbulento y violento. Un animal inclasificable.
La historia de esta nueva Roma transcurre diez años después que la cinta original, a principios de la década de los ochenta. Los niños de la casa son ahora adolescentes problemáticos y Sofía (Marina de Tavira) tiene una nueva pareja vinculada al gobierno de Portillo, pero Cleo (monumental Yalitza Aparicio) sigue allí en el mismo lugar donde la dejamos diez años atrás, trapeando el mismo piso como la miembro más invisible de ese hogar que esconde más sombras de las que aparenta.
A pesar de la explosión aérea inicial, esta primera hora de metraje conserva algo del aura y ritmo de la primera película, tal como puede apreciarse en la ya icónica secuencia en la que Cleo y el joven Paco, ahora de 18, se echan en la azotea de la casa para compartir un porro que ella le ha decomisado. Allí, drogándose, contemplan cómo se seca una camisa en tiempo real.
Tras veinticinco minutos de este plano único donde se infiere el despertar sexual de Paco, la complicidad se rompe cuando Sofía y su pretendiente los descubren. El mismo Paco acusa a Cleo de haberlo seducido al mundo de las drogas y la traición empaña el vínculo de Cleo con la familia que la emplea. La brecha social entre los personajes se intensifica y adquiere una nueva dimensión dentro de la historia. A partir de ese momento, el ritmo se acelera de forma trepidante. Cleo cae en prisión y es allí donde conoce a Priscilla, una prostituta trans interpretada por la ganadora del reality show, La Casa de los Famosos 2023, Wendy Guevara.
Entre números musicales dignos de Broadway y una énérgica actuación, Wendy se convierte en la gran sorpresa de la cinta, robándose cada minuto que aparece en pantalla y probando ser mucho más que una conveniente ficha de inclusión. El personaje de Priscilla introduce a la ingenua Cleo en el mundo carcelario y siembra en ella las semillas ideológicas que, en un tercer acto más emparentado con el Nuevo Orden de Michel Franco, el Espartaco de Kubrick o el Joker de Todd Phillips, la convertirán en una incendiaria líder social que dirigirá una revolución de domésticas sedientas de venganza. «Se acabó el ‘mande’, señora».
Por supuesto, en esta epopeya también habrá espacio para el romance entre las dos mujeres con varias de las más polémicas escenas de sexo en la historia del cine mexicano. Secuencias en las que Cuarón juega además con los aspect ratios, alternando entre varios formatos en desuso como CinemaScope y Super Panavision 70, con el moderno Imax 3D. Realmente una experiencia inmersiva en lo que a coitos se refiere.
Las motivaciones de Alfonso para crear semejante provocación llenaban cientos de espacios en blanco en mi cabeza. La que me hizo más sentido era que finalmente el medio y la fama lo habían quebrado y los aduladores de siempre se habían hecho la vista gorda ante lo obvio. Tuve que acudir una segunda vez al cine para tratar de encontrar respuesta a mis tribulaciones, esta vez, en una sala repleta de gente.
Jamás vi semenjante reacción de una audiencia ante una película. Gritos, risas, lágrimas, baile, ira. Ver Roma 2 en una sala llena es una experiencia que asemeja más a un concierto o un espectácula de lucha libre en el que Kemonito es arrojado del cuadrilátero. Como ya se ha hecho costumbre después de cada proyeccion, hubo disturbios a la salida del recinto.
La escena en la que Cleo regresa a la casa en la que sirvió toda su vida como doméstica es tan catártica como aterradora. Ella obliga a sus antiguos patrones a recoger una cadena con la boca tirada en medio de un charco de fango, tal como lo vio en una telenovela. Sofía y sus hijos obedecen antes de ser calcinados por el lanzallamas de Priscilla. «Se acabó el ‘mande’, señora».
Entendí, tras un tercer visionado en sala, que Alfonso lo que entrega aquí es la ideación catártica de un mundo nuevo. Uno en el que el rencor social y el complejo de inferioridad no se esconden, sino que, por primera vez, se lucen como medallas. En el mundo que Cuarón construye en Roma 2, el mexicano sabe decir que no, es frontal y no se avergüenza por ello. Se hace una deconstrucción del México de los últimos 50 años que asemeja e incluso sobrepasa los análisis de Octavio Paz en El Laberinto de la Soledad.
Y es que Roma 2 recuerda también al mejor cine político de Costa-Gavras o Gillo Pontecorvo, sin contar hechos del pasado, sino imaginando acontecimientos que podrían ocurrir. A veces, el reverso del terror es el mismo terror, o incluso todo lo contrario, y aquellas personas que quieren hacer lo correcto están perdidas, porque el mundo ya no se rige por la ética, sino por la venganza y el resentimiento. Roma 2 no juzga a los personajes, sino a la humanidad entera. Y lo peor de todo es que, cuando nos asomamos a ese espejo, no nos gusta lo que vemos.
Ya para mi cuarto visionado asumí mi condición de fan y acudí vestido de doméstica para no desentonar con el resto de la audiencia. Compré mi «Combo Cleo» (destinado a convertirse en objeto de colección de la cultura pop mexicana) y fui ingenuo en pensar que la película perdería algo de su impacto luego de esta cuarta revisión. Por el contrario, me encontré atado a mi asiento, viviendo prácticamente en carne propia las vivencias de Cleo y Priscilla, sintiendo su ira, su amor y, finalmente, su triunfo ante la injusticia. Estaba tan inmerso, que ni me molesté en ir al baño durante el intermedio y terminé orinando en el vaso de refreso.
¿Es el México que pinta Alfonso en esta secuela un país inalcanzable? Algunos dirán que sí. Mi carnal nos confronta aquí con un retrato de lo que piensa, esconde, llora, imagina o celebra el mexicano promedio. Quizás para el momento de su producción y estreno, su obra aún no habitaba en el mundo real y podía ser visto como una distopía. Más bien, una utopía que habitaba la psique secreta del mexicano.
Pero la película resultó profética. Más bien derribó los diques de las inhibiciones y desató rencores sociales históricos a nivel global. Las renuncias de domésticas se masificaron, el deteriororo en las condiciones de limpieza de lugares públicos y privados se hizo evidente. Cayeron los antifaces. Los ricos también sudan, cagan, mean y, en su mayoría, no saben limpiar sus propios baños ni lavar su ropa. El mundo empezó a dejar de creer en sus jefes, en las autoridades y Cleo y Priscilla, personajes que hasta hace pocos meses eran de ficción, se han vuelto figuras centrales de un culto que, para sus fieles, no sólo las siente reales, sino modelos a seguir.
Así que, si al salir de la sala, querido lector, tú también sales con ganas de ir a quemar la parte más hipócrita, podrida y asesina de esta megalópolis, no te avergüences. No estás solo. Sal, vibra como Priscila, reivindícate como Cleo y que arda Roma.
Porque, «Se acabó el ‘mande’, señora».