En un pueblo en medio de la nada, el Padre Fritz descubrirá que siempre hay tiempo para una última confesión.
Desde el primer día había detestado a Hans, causándole peso de conciencia. ¿Cómo un sacerdote podía hablar de amor y compasión, mientras odiaba a uno de los feligreses que más asistía a la iglesia?
Al Padre Fritz le resultaba difícil concentrarse cuando Hans se sentaba en la primera fila durante misa. Era una persona de inmensas proporciones, con piel rojiza y una risa explosiva que descubría dientes corroídos y encías negras. Su mal aliento era tan intenso que Fritz encomendaba darle la hostia como su penitencia del día.
¿Cómo demonios este tipo es tan gigante, en un pueblo donde todos se mueren de hambre?
Fritz llevaba tres meses en la villa de Geschwister, enviado directamente por el obispo, luego de que cuatro sacerdotes abandonaran el hábito, uno tras otro. Fritz podía entenderlos. Era un caserío precario en medio de un bosque alemán, donde lo único que abundaba era ocio y hambre.
La mayoría de los habitantes había emigrado a pueblos aledaños, quedando sólo los que no tenían suficiente energía para trasladarse, mucho menos para mantener los cultivos. Una vez al mes, el gobernador enviaba enseres básicos que eran administrados por Gretta, la dueña de la única tienda que seguía en pie.
Se escuchaba que los habitantes de Geschwister solo hacían una cosa: Esperar.
Esperar por la salvación.
Esperar por comida.
Esperar por la muerte.
Tal vez ese era el agravante que hacía odiar a Hans aún más. ¿Cómo era posible que un tipo tan gigante pudiera…?
—Padre ¿Me escuchó?
Fitz sacudió su cabeza para volver en sí dentro del estrecho confesionario.
—Eh. No. Mis disculpas, Hans. Por favor repita.
—Decía que ha pasado una semana desde mi última confesión —Hans habló entre respiros exasperados.
—Cuéntame, hijo mío.
—¿Está bien, Padre? —Hans acercó su pestilente boca a la rejilla del confesionario, quedando a milímetros del oído de Fritz— ¿Sabe? Puede hablar conmigo. La vida de un sacerdote es solitaria, sobre todo en este pueblo. Todos necesitamos amigos.
Hans tenía atorrante razón. Fritz jamás esperó sentirse tan solo y aburrido. Además, en un pueblo donde no pasaba nada, resulta imposible alcanzar la santidad. Ese pensamiento lo llenó de culpa, pues el orgullo es un pecado. Debía sentirse agradecido por la oportunidad de servir a Geschwister y a todos los que vivían ahí, hasta al más insoportable.
—¿Qué dice, Padre? ¿Amigos?
—Gracias, Hans. Cuénteme de qué se arrepiente.
—Pues, amigo Padre, es obvio que Dios nos abandonó y debo confesar… que no me siento arrepentido de nada. Más bien me siento… liberado.
—A ver, Hans. Dios nunca nos abandona. A veces nos pone piedras en el camino para hacernos más fuertes
—¡¿Piedras en el camino?! —Hans rio guturalmente, como un animal salvaje—. No tiene idea de lo que significa eso para mí. Al final nada de esto importa. Lo único que importa es familia. Yo tengo a mi hermana. ¿A quién tiene usted?
—Pues tengo a Dios. Todos tenemos a Dios.
—Bah. Esta será la última confesión.
—¿Por qué dices eso? No debes perder la fe.
Hans se mantuvo en silencio unos segundos, saboreando el momento.
—¿Por qué dices que será tu última confesión?
—Padre. Nunca dije que sería mi última confesión. Dije la última. Su última confesión, Priester.
Fritz no tuvo tiempo de reaccionar. El inmenso hombre envistió la rejilla del confesionario y agarró al sacerdote por el cuello. Sentía el latido de su aorta interrumpido por la inmensa mano de Hans, intentando forcejear mientras su propia vida se le escapaba del cuerpo. Su boca se movía espasmódicamente como un pez fuera del agua y su energía se veía reducida a la de un muñeco de papel mojado…Sus ojos se llenaron de lágrimas mientras intentaba rezar un Padrenues…
…
—Hansel, ya hemos hablado de esto. No puedes jugar así con los Curas.
Fritz Intentaba volver en sí, pero su fuerza aun no regresaba. El acelerado latido de su propio corazón le invadía los oídos.
—Hansel… Sabes que está mal.
—Lo sé, Gretel. No volverá a pasar.
Las voces provenían de una habitación contigua. Necesitó toda su energía para apenas abrir un ojo. Estaba tirado en el piso helado de un sótano iluminado con velas. Enfocó para descifrar las figuras que colgaban de la pared, descubriendo a los crucifijos de madera de los otros sacerdotes.
—No puedes hacer eso, porque sabes que la carne se pone dura.
—Lo sé, hermana.
Fritz lanzó una sonora bocanada de aire. Inmediatamente escuchó pasos y sintió las enormes manos de Hans apretando sus hombros contra el piso, inmovilizándolo.
—Maldición, Hansel ¡Me habías dicho que ya estaba muerto!
—No sé qué pasó. Uno de los resistentes, este Padre.
Gretel apareció en su campo de visión, con mirada apenada.
—Lo siento mucho, Priester. Esto no debió pasar así. Hansel me ha… nos ha decepcionado hoy.
Fritz intentó hablar con una garganta totalmente seca, apenas pudiendo pronunciar tres palabras.
—Hansel… y… ¿Gretel?
— Veo que nuestra historia ha llegado lejos. Así es, Priester. Hansel y Gretel, a su servicio. En este pueblo siempre ha habido hambre y hace años una curandera engañó a dos chicos —señaló a Hans y a sí misma— prometiéndoles comida y dulces. Pero no sabía que estos chicos eran astutos. No sabía que estos chicos habían pasado por muchas desgracias con una madre enferma y un padre ausente. No sabía que iba a terminar ella en ese horno y… y… no sabía que iba a ser tan deliciosa.
—¿Bru…Bruja…?
—Oh, no se preocupe, Padre. Las brujas no son reales… pero el hambre, sí.
Lo último que sintió Priester Fritz fue pánico.
…Y un contundente golpe en la cabeza.