«Pásame la mantequiiiilla», me dijo mientras batía los ingredientes. «Mantequiiilla», así, alargando la i. Como una DJ. Mezclaba música, mezclaba carcajadas, mezclaba ingredientes. Era una máquina, un ritmo, una rocola. Siempre sonando a rumba; siempre descargando luces. Inagotable. Estroboscópica. Como en una tarima. No le importaba que estuviéramos bebiendo desde la mañana. Ella no lo sabía, pero me había salvado. Del hueco, de los monstruos, de la vida. «¡No le vas a echar todo eso!», le advertí cuando le pasé el aceite. O la mantequilla, como lo llamaba ella. Condimentada. Aliñada. Cargada. «¡Ya! ¡No te me niegues que hoy nos graduamos!» ¿De qué habla, si nunca me le negué a nada? A absolutamente nada. Mezclaba. Requetemezclaba. «¡Esto está poderoso!»
Tic, tac. Puntuales. Los demás amigos comienzan a llegar puntuales. Los brownies saliendo del horno, así que están puntuales. El tiempo empieza a correr. Comer y esperar un par de horas. Tic y luego otra vez tac. Siento que voy un paso adelante. Las mimosas de la mañana, las paletas batidoras que lamí en la tarde. «¡Hoy vamos hasta las metras!», la escucho. Los amigos pasan. De a montones, como un rebaño. Y, de pronto, ¡estoy pasmado! Golpe súbito a la estridencia de mi pecho. «Punky, ¿qué tiene esa mantequilla?» «Lo de siempre, ¡solo que hoy sí está potente!» Me responde entre risas. Ella ríe y yo me calmo. Sus carcajadas, su música, sus ingredientes. Me salvó tantas veces. Del aislamiento, del anonimato. Ríen todos. Río yo, pero lento. Y mis pensamientos más rápidos. Más oscuros, más turbulentos. Vertiginosos. Todo ese ruido, toda esa música, toda esa gente. ¡Los vecinos llamarán! ¡La policía vendrá! ¡Terminaré en una celda como un pendejo por una vaina que es legal dos estados más arriba!
Se sienta Rick a mi lado. Intercambiamos dos palabras. Vuelvo a reír hasta perder el aliento. Él tampoco lo sabe, pero me rescató. De mi laberinto, de la autodestrucción, de mi encierro. Me habló aquel primer día en la facultad. Nunca más perecimos. Levanta su cerveza y brinda conmigo. Sus ojos rojos. Semicerrados, semiabiertos. Ríe a mi ritmo; ya ni siquiera sabemos por qué. Es tanta la alegría que nos sigue faltando el aire. Tic y mucho después tac. ¿Acaso el tiempo se detiene? No, pero casi. A las manecillas les cuesta avanzar, como si estuvieran nadando a contracorriente. Pujando. ¡Tiiiic!, ¡taaaaac! Sufren. El propio tiempo las desacelera. Tic, tac; tic………..tac. Es tan lento que es estático. ¿En verdad no se detuvo? ¿Qué pasa si me como uno más? ¿Lograré girar el segundero hacia la izquierda? ¿Aunque sea una vez? Tic y el vacío eterno hasta el tac. Rick me ve fijamente, como si escuchara lo que pienso. Vuelve a reír. De nuevo está sin aire. «¡Ah, voy por otro de esos!», le digo.
La piñata. ¿Hace cuánto llegó la piñata? ¿Quién la trajo? Es de noche y estos colgando una piñata en el jardín. Ahora sí, los vecinos llamarán a la policía. Llegarán tres patrullas; las luces me vestirán de rojo y azul. Estroboscópicas. Me harán pararme en una pierna; me someterán las muñecas a la furia de las esposas. «You have the right to remain silent». ¡Coño! Me toman de atrás y me vendan los ojos. ¿Quiénes? Mis amigos, siempre mis amigos. Me arrojan al patio como a un gladiador. Los gritos como en el Coliseo. «¡Dale, dale a la piñata!» Pienso en los vecinos. Las voces proliferan. Me angustian, me atormentan. Intento dar el primer golpe. Tic. Aire. Tac. El palo de escoba solo golpea el aire. «Strike one!», escucho. Risas, pero no de las que me calman. «¡Dale, dale a la piñata!» Tic. Solo audio, veo negro. Quedo nuevamente pasmado. Siempre odié ser el centro de atención; los gladiadores son el centro de atención. Fallo el golpe y suenan otra vez las risas. Invasivas, punzantes. «Strike two!» Tac. Alguien me toma por los hombros y me hace girar. Tres, cuatro vueltas. Hacia la izquierda, como giran ahora las manecillas. «¡Dale, dale a la piñata!» Escucho por el oído derecho, por el oído izquierdo. Soy un remolino. Un trompo. El muñeco de Orko que tenía de niño. Me giran con más velocidad. Me empiezo a marear; sigo viendo negro. La venda. Las voces van desapareciendo. Oído derecho, oído izquierdo. «¡Daaaa………..leee Dale a laaaaaa………..aaaa pi….ñata!» Surround. Sonidos que se pierden entre las vueltas. Ecos que se desvanecen. «¡Dale! Dale a laaaa…»
¡Tac!
Silencio.
No los escucho más. No siento las manos sobre mis hombros.
Y ahora el calor me quema.
Tic.
Termino de dar vueltas. En silencio. La luz atraviesa la venda. Me la saco y la lanzo al cielo. Vuela. Se engancha en la única nube. Me encandila el viento, me perturba el sol. Estroboscópico. Me observo las manos. Son jóvenes, pequeñas. Me duelen las muñecas. Dejo caer el palo de escoba en el medio de unas piedras. Veo el suelo muy de cerca, como si caminara de rodillas. Es árido, rojo. Ardo. ¿Dónde estoy? ¿El desierto de Nuevo México? ¿De Arizona? No lo sé. La piñata sube en perfecta línea recta, como abducida. Sube hacia el sol de mediodía; hacia el intenso azul del cielo. Allá va mi máquina del tiempo. Empiezo a correr, con energías. Respiro. Mis pasos son definitivamente más cortos; mis zapatos diminutos. Si he vuelto a ser un niño, debo estar en los noventa. ¿Tendré mi muñeco de Orko? ¿Algún otro de mi colección de He-Man? Que pase un carro para reconocer el modelo. Una de esas Bronco, de las que aparecen en No Country for Old Men.
Camino por una hora; por dos horas. ¡Qué voy a saber yo del tiempo! Las agujas se mueven tan lento. Retrocedieron. Todavía me siento mareado. De las vueltas, de las mimosas, de las manecillas. Suena el timbre en mi cabeza. Escucho murmullos de ida y vuelta. «We received a call from your neighbor». Sigo el camino de ripio, mi yellow brick road. Pronto llegaré a alguna parte. ¡Me darán agua! Estoy exhausto, sediento, perdido. Soy un niño perdido. Empapo mi cara en sudor. Mi cara infante, lampiña, planchada. El rostro que me quisiera ver. ¡Un espejo! ¡Por favor, un espejo! ¡Y un poco de agua! A lo lejos hay una estación de servicio. ¿O es una estación de policía? El cansancio no me permite enfocar bien. ¿Maraven? ¡No! En Estados Unidos no existió Maraven. ¡Estoy desvariando! El sol, los murmullos, la mantequilla. Entro a la tienda de conveniencia. «Water, please!», le suplico al hombre de la corbata de bolo y de la piedra turquesa. «Are you lost, little boy? Let’s call your parents». Sí, sí soy un niño perdido. No, no sé el teléfono de mis padres. ¿O sí? ¿Qué hacían mis padres en los noventa? ¿Estoy en los noventa? Me alcanzan el auricular. Y al otro lado del teléfono, la voz de mis amigos: «Ya pagamos la fianza, won», me dice Rick. Quedo pasmado de nuevo. Miro a mi alrededor. Las rejas, el urinario, la celda. Tardo en reaccionar, en descifrarme. Me cuesta recordar. Las luces azules y rojas. Estroboscópicas. Yo parado en un pie; mis muñecas esposadas. El asiento trasero de la patrulla. «Ya vamos Punky y yo a buscarte». Le devuelvo la bocina al hombre de uniforme, sin piedra turquesa ni corbata de bolo. Se la entregan mis manos adultas, algo peludas. Me veo las muñecas. Heridas, rojas como el desierto de Nuevo México. ¿O de Arizona? Le digo «thank you, officer» y me siento a esperar a que mis amigos me salven una vez más.
Wooow…
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel José Arcadio Buendía había que recordar aquella tarde remota en que su
padre lo llevó a conocer el “Piñata trip” de Raúl Sojo Montés
¡Qué facilidad para construir un relato en el que te agobias con el personaje! Puedes sentir el torbellino interno. El trip alucinógeno. Estar en esa situación desconcertante, tratar de encontrar el presente interno y ahogarte en sensaciones atemporales. Me sentí abrumado con el personaje, pensé que no tendría salida, sufrí con la lentitud del tiempo. ¡Qué manera de hilar la desesperación! Genial.
Raúl, vuelves a hacer gala de tu don para recodificar la narrativa y los recursos audiovisuales a la prosa. Desde imágenes oníricas (la imagen mental de una piñata subiendo por el gran cañón hacia el cielo azul) o el uso alterno de grandes párrafos con oraciones espaciadas entre línea y línea, el cuento transmite el ritmo de cine. Me pareció un acierto narrarlo como diálogo interno. Así nos da claustrofobia y nos permite “estar” en los zapatos del protagonista. Me recordó a Philip K. Dick por sus aire paranoicos y surreales.
Dicho esto, también quiero resaltar el lenguaje. Los diálogos están muy naturales, y tienes muy buenas frases que dicen mucho en pocas palabras (ejemplo: “Nunca más perecimos”). En este aspecto, hay un párrafo donde tienes tres palabras que riman muy seguidas unas de otras (lento + pensamientos + turbulentos). No sé si fue intencional.
Otro logro del cuento es la ambientación: lograste mi participación activa como lector. Te lo juro que mi mente añadió detalles que, obviamente, no te hacían falta enumerar, como cuando el narrador entra en el 7-Eleven pude ver el “cosito” sobre la puerta que hace un ruido para avisarle al dependiente que entró alguien a la tienda. Y seguro que en el mostrador había un mini stand giratorio con postales que nadie ha comprado en años. En fin, que has sabido elegir qué elementos describir para nosotros terminar de dibujar el resto del cuadro.
Por el lado de dudas, quería preguntarte ¿por qué la piñata es la máquina del tiempo? Eso no me quedó claro (yo diría que son los brownies de Punky).
Con las referencias tengo opiniones encontradas. La de Orko es genial porque es un objeto nostálgico que ata al personaje con su niñez y da a entender que, para él, la infancia es su sitio seguro. Pero la de No country for old men no me convenció, creo que porque suena como una referencia inconexa con el resto del relato: no afecta a la trama ni al personaje y me sonó como un atajo para dibujar la camioneta Bronco.
Finalmente, quería aprovechar para volver a afirmar que uno de mis aspectos favoritos de nuestra banda es la diversidad de voces y de experiencias. En Piñata Trip me identifico muchísimo con la desconfianza extrema hacia la polícía del país anfitrión. Es como si cualquier cosa que hicieras va a estar mal. Y en esa línea, la duda sobre Maraven es otro golpe maestro de personalidad, de cuando las vivencias como extranjeros se amalgaman con recuerdos del país de origen y a veces uno confunde qué pertenece a qué. Y es que el personaje está en ese limbo entre dos países con dos costumbres bien marcadas, así como lo está entre la realidad y el mundo alterado de los brownies de Punky: entre presente y pasado, una sola mezcla (como los ingredientes que mencionas al principio y que enumeras alternativamente con los rasgos de personalidad de la chica).
El cuento es un brillante melting “pot”.
Una narrativa sorpresiva de un escritos que fabula para su propio divertimento y no para gustar a lo demás.
Jaja, melting «pot», ¡excelente! Casi que podría ser un título alternativo. ¡Gracias, Charles! Creo que para quien lo lee está claro que los brownies son la máquina del tiempo, pero para quien lo está viviendo, no. Por ahí fue que me quise ir…
Me ha gustado mucho, Raúl!
En el fondo lo siento como una secuela espiritual de “La Fiesta del Fin del Mundo” aunque no tenga nada que ver.
Celebrar las resacas y a los amigos siempre será hermoso.
La imagen de la piñata en el gran cañón es espectacular.
Congrats!
¡Muchísimas gracias a todos por los comentarios! ¡Por ahí ya venimos con la tercera!