Francisco, el primo ideal para presentarle a mis amigas: geek, bien parecido, no le importan los roles de género y domina el arte de la labia, pero tiene pasatiempos un tanto peligrosos…
1
Cuando éramos pequeños, antes de que mi primo hermano Francisco llegara a su tortuosa adolescencia, el único miedo que yo sentía al andar con él, era rodar por las escaleras de la vereda de la casa de mi abuela, o caerme en la zanja que había que cruzar para llegar al otro lado del muro y así recoger nísperos y granadas.
Un día, jugando con Francisco, se me dislocó el codo. Al regresar del hospital, con mi cabestrillo puesto, mis papás me compraron un Alf de azúcar en la panadería. Era de esos muñecos que vendían para decorar las tortas. Toda la vida he culpado a Francisco, pero él insiste que no me hizo nada.
Francisco y yo le hacíamos casas a las muñecas. Su personaje era Ken, haciendo papel de militar, mientras yo me entretenía con las chispas de los patines de la última Barbie que me había regalado el Niño Jesús. Recuerdo muy bien el control de su primer Atari y también, las miles de horas que tuve que verlo jugar Super Mario Bros y Béisbol en mi Nintendo Family Computer.
Un día, la casa de mi abuela se llenó de gente. Todos los vecinos iban a visitar a mi tía, la mamá de Francisco. En la cocina habían hecho una especie de cuarto para ella, apenas cabía su cama y un armario atravesado que hacía las veces de pared. Me llamaron, ella se despidió de mí y me dijo que me portara bien. Vaya lección de una muerte consciente.
Mi tía quiso que Francisco se quedara a vivir con nosotros. Era considerado el hijo varón que mi mamá y mi papá no tuvieron. Disponía de su propia habitación y las mismas atenciones que mi hermana y yo. Una noche escuché a mi mamá obligándolo a fumar tabaco, como estrategia de corrección para que ni se le ocurriera consumir cigarrillos, cosa que ella ya sospechaba que él hacía. El día que Francisco recogió sus cosas y se fue a vivir con su papá, fue exactamente el mismo en que mi mamá se reunió con la directora del colegio y esta le notificó que él tenía meses sin asistir a clases.
2
El pasillo del bloque donde vivíamos, tenía una vista panorámica hacia un bosque de eucaliptos del Parque Nacional Macarao. A cualquier hora se escuchaban las hojas empeñadas en imitar el sonido de las olas cuando pierden fuerza contra las piedritas de la orilla. Estar de pie en esa baranda, años después, cuando Francisco volvió al barrio, me daba miedo. El mismo miedo que me producían los ojos rojos enyerbados de sus compinches, que descarada y relajadamente me inspeccionaban a mí y a mis amigas cuando llegábamos del colegio.
3
Mi nuevo cuarto tenía vista a las vías del tren y podía escuchar el metro todo el día. Nos mudamos a un segundo piso, a pesar de las advertencias de un amigo de mi papá que decía que a los pisos bajos llega cualquier alimaña. Qué alivio se sentía salir de la estación y caminar hasta casa, sin tener que hacer fila para autobuses destartalados o taxis por puestos que te perfumaban con el olor de la gasolina.
No debería ser normal acostumbrarse a escuchar disparos y vaya que sensación de tranquilidad saber que no eran contra la casa ni a Francisco como blanco. Antes de nuestra mudanza, me iba muy mal con Matemáticas I en la universidad. Regresando a casa, luego de recibir mi clase particular de integrales y derivadas, vi una rodilla de Francisco apoyada en el suelo, mientras que con su dedo índice halaba el gatillo de una pistola apuntando a un autobús.
4
Si alguien tocaba la puerta del nuevo apartamento, era muy poco probable que fuese aquella mujer avisando que Francisco estaba herido en el quiosco de la esquina.
Cambiamos de casa porque se pudo, para hacer las cosas más fáciles, para estar más cerca de la universidad y del colegio y para que mi papá encuentre menos tráfico al regresar de trabajo a la casa. Pero principalmente, para no tener que atravesar la calle y coincidir con la mirada de aquel chico del autobús que quedó en silla de ruedas. A Francisco le ajustaron la cuenta, pagó con una pierna amputada y la otra torcida para el resto de su vida.