Por Manuel Vega
@manuvegasanchez
Para un coleccionista, investigar el misterio de su propia muerte puede ser fascinante. Todavía más, si se tienen lo que parecen evidencias de sus rarezas y particularidades. Pero estas no pueden quedarse en meras especulaciones, hay que confirmarlas. La primera pista, bastante obvia, es que su propio obituario se publique en el periódico.
Sí, Saúl Rosas es del tipo de persona que le gusta compilar las necrologías que aparecen en ellos. De hecho, Saúl todavía es de los que compran periódicos. Esto no lo hace un tipo común y corriente en un mundo en el que la vida se vive en un teléfono. Ajá, también es de los que dicen “teléfono” y no “celular”. No es un viejo, aunque tampoco es un niñato. Tiene la edad en la que algunos se estacionan para ser llamados “señor” por unos y “joven” por otros. Es confuso incluso para él, porque dicha sensación de estancamiento sobre su apariencia depende de cuánto se mire al espejo en las mañanas. De un domingo para un lunes, puede apreciarse un poco más viejo o un poco menos muchacho. ¿Cuál es la diferencia? Se pregunta hoy frente al espejo, después de haberse enjuagado la cara. Se aflige un poco, como cualquiera, cuando piensa que ya se gastó en quién-sabe-qué las veinticuatro horas del día anterior y, por ende, le queda menos tiempo.
Se sabe que el hecho de morirse es cosa segura y que la de la guadaña es una impertinente, ya que puede rebanar vidas a las horas más inoportunas. Lo que no se sabe, hasta hoy, es que puede aparecer en la forma de un anuncio en el diario. Saúl Rosas, después de limpiarse el café que escupió por tal hecho, se calma. Como coleccionista serio, le gusta detallar lo mejor posible las tipologías de lo que recopila. Su método es muy simple: lee los obituarios y luego averigua dónde serán las conmemoraciones posteriores, se presenta en el lugar y platica con los dolientes. Abraza, ofrece sus condolencias y trata de no mentir demasiado sobre quién es. Solo lo suficiente para enterarse de los detalles. Le impresiona lo abiertas que pueden ser las personas en un estado de luto. Tiene una colección, algunos dirían envidiable, de anécdotas de todo tipo al respecto. O “piezas”, como le gusta llamarles, porque suena más profesional. Se considera un tipo formal, no un improvisado. Escribe sobre cada una de ellas en pequeñas libretas negras para reportero, las cuales atesora con celo. Tiene casi repleto un pequeño librero que compró en una barata en Sears, a doce meses sin intereses. Saúl, al leer sobre su propia defunción a las ocho con cinco de la mañana, se apresura para buscar en su colección si es dueño de alguna “pieza” que se le parezca a un evento tan particular. Su recopilación debe ser única en el mundo, como le gusta enorgullecerse de ello contándoselo cada que puede a quien esté dispuesto a escucharlo. Y hay un montón, la gente es bien morbosa.
Empieza a pasar las pequeñas páginas de sus libretas y encuentra las rarezas contenidas en ellas. “Muerte por hambre canina”, la de una señora ya bastante grande, en un barrio de clase acomodada, que fue atacada por su propio perro. La mascota se llamaba Toro y le había comido la mitad el brazo izquierdo a su dueña. La señora se desangró camino al hospital. Toro no tenía antecedentes de haber sido bravo. De hecho, “tenía cara de perro «niñero» y hasta se les echó de pancita a los policías cuando entraron al departamento y vieron el reguero de sangre”, comentaban unos en el funeral. “Dicen que el pinche animal se relamía los bigotes y andaba juguetón, como si no hubiera hecho nada”, contaban otros.
—Simón tenía uno parecido de niño y se lo regaló a Doña Gina para que la cuidara. Ella fue su nana desde que nació. A lo mejor lo van a tener que sacrificar… qué injusto, ¿no cree? Pobre Toro…
Un conocido de la occisa le relató con morbo esto a Saúl entre susurros, porque estaban a medio rezo y haciéndose el interesante continuó:
—El perro se la pasaba aullando, no le daban de comer porque Doña Gina apenas y podía con su alma. Simón era el que lo hacía, pero cada vez iba menos. El vigilante del edificio dice que tenía una semana sin ir. Pobre, se comió lo primero que vio. Eso explica por qué estaba tan de buenas cuando los oficiales llegaron…
Pasa tres páginas. Encuentra una pieza singular: “Muerte política”, un diputado que se había mordido la lengua tan fuerte durante una disertación acalorada en la cámara, que se le infectó la herida. No había sido una transición amable al otro mundo, puesto que la infección, al no habérsela atendido a tiempo, se había abierto camino hacia el sistema linfático y luego extendido al sistema nervioso. Su agonía duró más de un mes dentro del cuarto de un hospital más caro que uno en Houston. Más o menos se encontraba estable cuando su secretario particular le comunicó que la iniciativa presentada con tanto fervor, pasión y compromiso, y que le había costado la dentellada fatal, había sido desechada. Solo dos votos a favor, los ciento ochenta restantes en contra. No hay autoestima que aguante eso. Murió durante la madrugada del día siguiente. En su velorio, recibió una corona de flores acompañada de una nota que decía: “El que mordidas pide, a mordidas muere. Descanse en paz”. La firmaba la oposición. Saúl Rosas recuerda, al repasar el evento, que ese día hizo un trato con el destino. Le pidió que cuando llegara el momento, le diera un final igual de auténtico, pero no tan ridículo. Uno que estuviera a la altura de su ojo experto.
Encuentra más notas subrayadas y se topa con cosas extraordinarias: “Muerte a destiempo”, un tipo que murió de risa mientras dormía. Parece que le habían contado un chiste en la tarde de aquel día que no había entendido y durante sus sueños captó finalmente, pues repitió “¡aaah, ya entendí, ya entendí!” antes de dejar de respirar. “Muerte importada”, una señora a quien le dio un ataque alérgico por un ingrediente natural de un shampoo. El ingrediente: guanábana veracruzana, exportada a Nueva Zelanda e importada de regreso a México, en forma de una marca de belleza carísima. “Muerte de amistad”, el fallecimiento de tres octogenarios que sufrieron un infarto al miocardio al mismo tiempo, en diferentes lugares de la ciudad y los velaron juntos. Habían pasado veinte años diciendo que ya tenían que juntarse, pero nunca lo hicieron. Hasta el día del velorio. “Muerte con pelea de vecindad”, un viudo que vació las cenizas de su mujer sobre una mesita en el momento que se las entregaron. Buscaba frenético los seis dientes de oro de dieciocho quilates. Le hizo un escándalo a la empresa funeraria porque le faltaba uno y dijo que no se iría hasta que lo encontraran. Tuvieron que parar los hornos y revisarlos a meticulosamente. El diente nunca apareció y el viudo se fue a golpear al dentista acusándolo de ladrón y quien, por cierto, era primo de la difunta.
En fin, son muchas las piezas que ojea dentro de un centenar de pequeñas libretas. Al menos. Reflexiona y se pone denso, dándoselas de filósofo, como suele ocurrirle cuando piensa en lo complicados que podemos llegar a ser. Concluye que la naturaleza humana es un laberinto despiadado. Y esto es lo que le da forma a la cotidianidad. Nadie se da cuenta, excepto él. Suspira por sentirse incomprendido. Ya casi es hora de comer y no, no tiene nada en su colección parecido a una muerte ocasionada por la publicación de un obituario. Se pregunta si en realidad estiró la pata porque tiene hambre, pero piensa en el Día de Muertos. La lógica detrás, es que los occisos tienen tan buen diente como los vivos, así que tener apetito no es una sensación que proporcione una prueba de vida. Se calienta una sopa Maruchan sabor camarón y se la come a sorbitos. Descansa un poco la locomotora cerebral.
Sale de su departamento con periódico en mano y, mientras esquiva peatones, elude las ideas paranoicas que le puedan nublar la objetividad. ¿Quién hubiera sido capaz de querer hacerle algo así? ¿Por qué motivo? Todavía no se le ocurre un adjetivo para tal acto. Original, es el único. Sí, su probable defunción, sobre todo, es original, por lo tanto, digna de coleccionarse. El destino al parecer, había cumplido hasta ahora con la mitad del trato. Saúl no tiene enemigos y su familia más cercana, está lejos. Algunos ni siquiera saben que existe. La novia con la que vivió, lo abandonó como se dona un mueble en el que ya no es cómodo sentarse y mucho menos, recostarse. Sin resentimientos, sin dramas, sin réquiem de corazones rotos. No pudo soportar más que las noches de los viernes en la noche fueran de funerarias.
Se dirige hacia las oficinas del periódico que publicó el obituario. Piensa hacerse pasar por un operador político y decir que necesita ver al director editorial. “Usted entiende, oficial”, pretende decirle al guardia con gesto seguro, voz sigilosa y sonrisa cómplice. En esta ciudad es suficiente para que a uno lo dejen entrar a lugares como ese si se hace con la convicción de actor de tele-dramas. “Somos gente que le cree más a las telenovelas que a las noticias”, se dice en voz baja. Piensa que su interpretación sería más creíble si trajera un maletín negro, pero ya verá qué hace. Cuando llega, no hay vigilante en la puerta. Pasa el viejo remolino de seguridad tranquilo, el pasillo huele a tamales. El guardia canta una ranchera frente al microondas de la pequeña cocineta. Qué fácil fue entrar. Si Saúl escribiera un cuento sobre esto sería verosímil. Pero si algo es increíble en este país, es porque seguramente pasó, pasa o pasará. Anota esto en su libreta y camina hacia el elevador. Una vez dentro, cuando está a punto de preguntar en qué piso se encuentra la redacción responsable de los obituarios, alguien más pregunta lo mismo.
—En el sótano uno.
El hombre, con cara de haber estado dentro de un ascensor demasiadas veces, contesta arrastrando las tres palabras y presiona el botón correspondiente. “Por supuesto, una redacción de tal naturaleza no podía estar en otro lugar, que bajo tierra”, escribe en sus notas.
Saúl Rosas, camina por el pasillo y se topa con un empleado escribiendo con fuerza sobre el teclado de una computadora vieja. Entre los labios sostiene un cigarrillo casi consumido. Justo cuando está a por pasar frente al personaje, el pitillo le quema y este maldice sin notar su presencia. Saúl prosigue hacia la sala de archivos y busca en los registros al autor de su anuncio en un ordenador aún más anticuado. Uno que funciona con Windows 98.
Al salir del edificio, Saúl Rosas sigue contrariado porque duda si de verdad ya falleció. Las cosas se mueven si las empuja, ya sea una silla o una puerta. Lo sabe porque las que ha cerrado o abierto, rechinan. Más de lo normal, pero lo hacen. Sin embargo, parece pasar inadvertido por las personas. No es raro en una ciudad tan grande donde todos ignoran a todos y los que no lo hacen, se maldicen unos a otros por cualquier cosa. Él no quiere hacer la prueba de hablarle a alguien para ver si le responden porque teme confirmar lo que ya saben sus entrañas. Como quien sabe que podría tener una enfermedad terminal, pero prefiere no hacerse los exámenes médicos. Además, está muy entretenido enriqueciendo su lúgubre acervo. Lleva anotado en un post it el nombre de la persona responsable de su anuncio mortuorio. Es mujer: Rosalinda Montero. Por lo que alcanzó a escribir con prisas en el pequeño pedazo de papel, la mujer ha publicado trece anuncios como el suyo en lo va del año. El suyo es el último, el décimo tercero. Marca al número de teléfono que dejó como contacto en la base de datos.
—Hola, buenas tardes. ¿Señora… perdón, señorita Montero? Le marco de la redacción del diario Novedades, quisiéramos corroborar algunos datos para nuestra base de clientes preferenciales. No le quito ni cinco minutos.
A las siete y media de la mañana del siguiente día se encuentra caminando por uno de los pasillos del Mercado de Sonora. No recuerda haber salido de la estación Merced del metro, ni de haber hecho los dos transbordos para llegar ahí. Son detalles que no se le pueden ir a un coleccionista de su experiencia, se reprocha a sí mismo. Sin embargo, se acuerda de haberse tomado, de merienda, otra sopa.
—Si en efecto ya no estoy en este mundo, me van a poner estas sopas en la ofrenda del dos noviembre del próximo año. Ojalá no escojan sabor jaiba, son horribles.
Anota que ahora entiende mejor las ofrendas de muerto; si de algo se acuerdan los que se nos adelantan, es sobre todo de la comida y no de las estaciones de metro. Después avanza a través del solitario corredor del mercado, famoso en el mundo por sus brujas, brujos, hierbas y demás chucherías y artilugios místicos. Los comerciantes apenas abren sus puestos y están ocupados, pero los monos, las gallinas y las cabras notan su presencia. Incluso una tortuga que parece petrificada, si no fuera porque con uno de sus ojos lo sigue. Busca el puesto de Rosalinda al final. Cuando llega, no hay nadie, pero una voz detrás de él que parece venir de otra vida, lo despierta de su desilusión.
— ¿Le puedo ayudar?
— ¿Rosalinda Montero?
—A sus órdenes.
—Mi nombre es Saúl Rosas. Usted mandó publicar este obituario ayer, quisiera saber por qué.
—Mmmh… pues seguro me lo encargaron. Hago trabajos para llamar al dinero, el amor, la suerte, a la flaca. Es actividad honesta, pues. Dice usted que se publicó ayer esto, ¿verdad?
—Así es.
—¿Es usted al que cacharon con otra familia? Ya ni la muela, oiga. La señora que vino estaba bien enojada. Las mujeres despechadas somos bien cabronas. Me pagó re bien, de urgencia.
—No señora, yo soy soltero. Sin hijos.
Rosalinda Montero, un poco contrariada, se pone los lentes para leer mejor el obituario. Después, revisa en maltrecho cuaderno Scribe que tiene guardado debajo de unos manojos de ruda y otras hierbas. Pasan algunos segundos incómodos, se persigna y luego le pregunta, mientras se rasca la frente nerviosa.
—¿No es usted Raúl Rosas?
—No señora. Saúl, Saúl Rosas. Con “ese”.
—Ah, chirrión. No pues discúlpeme…
—¿De qué la voy a disculpar? Si usted me puede ver, quiere decir que no estoy muerto.
Enternecida, Rosalinda Montero suspira por la sonrisa esperanzada de su víctima accidental.
—Mira tus pies, mi niño.
Saúl lleva sus ojos hacia ellos. Están flotando apenas uno o dos centímetros arriba del piso. Entretanto, Rosalinda recita una oración apenas audible.
—Soy bruta anotando, pero soy buena en mi chamba. Lo que pasa que ayer andaba bien atareada y como le dije: la señora me pagó precio de trabajo urgente. Dispénseme, de veras.
Saúl suspira resignado y, sin embargo, le sorprende sentirse en paz. Mucha paz. El oxígeno del mundo entero le llena los pulmones. A su pequeña libreta negra le queda todavía un pequeño espacio de la última hoja. El suficiente para que anote en una frase corta la peculiaridad que hace única a la última pieza que sumará a su colección. Sonríe por la ironía. Está a punto de escribir: “Muerte por error de dedo”, pero sus tripas crujen de hambre. Ya es hora de desayunar y se pregunta si Doña Rosalinda le prestará, al menos, para comprarse una sopa instantánea.
Me encantó, Manuel. Me gustaron mucho las descripciones de las muertes, pero sobre todo, la de Saúl viéndose más viejo en el espejo. Creo que me siento identificado, jaja.