Había una vez
...muchas maneras de echar tu cuento
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Mudanza forzada

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No todas las mudanzas son para encontrar un lugar donde vivir, sino donde permanecer.

Agitado, Tavo se levantó del piso y sintió que la furia se le desvanecía poco a poco entre cada respiración que daba. Era una noche cualquiera. Afuera, en el pueblo, estaba helando. Ningún vecino se tomó la molestia de tocar a su puerta para enterarse de lo que había pasado minutos atrás. Nadie quería salir de su casa, o por lo menos, saber algo en ese momento. Todos en esa calle estaban acostumbrados a escuchar gritos y golpes que salían del número quince de la calle Iturbide. Que él era un golpeador celoso que arremataba sus inseguridades contra su esposa y que de ahí no pasaba. Pero esa noche sería distinta, porque cuando Tavo volvió a echar un vistazo al suelo, un golpe en el estómago lo dobló de la impresión.

Ahí se encontraba, con la cara desfigurada, Esperanza, su esposa. Estaba quieta, acurrucada, hecha bolita como una cochinilla. Todo su cuerpo se pintaba de un rojo vivo que le ensuciaba la piel. De entre sus labios salía un chorrito de sangre con saliva espumosa. Tenía los ojos entrecerrados, con la pupila dilatada, mirando hacia el infinito. Tavo se agachó para tocarle el pecho, pero este no hizo ningún movimiento. Su angustia fue en aumento cuando se percató de que ella se entibiaba gradualmente y le aparecían moretones entre su ropa desgarrada. Todavía escéptico, le ordenó que se levantara, que no estuviera jugando a hacerse la tonta; la llamó por su nombre. Nada. Le tomó un brazo y la zangoloteó como si fuera un muñeco. Nada. Volvió a repetir su nombre entre balbuceos. Un silencio le contestó. Tavo soltó un grito.

—No, no, no— dijo desesperado—. No te mueras, pinche vieja.

Ya era tarde. Esta vez, ella no volvería a presenciar un golpe suyo. Tavo sintió una nueva adrenalina correr por su cuerpo, pero ahora salía en forma de vómito. Se arqueó en repetidas ocasiones y tosió hasta que los ojos le lloraron de tanto esfuerzo. Se arrodilló para limpiarse con su playera. Volvió a tocarla, estaba helada, no tenía nada que ver el clima de allá afuera.

—Ya valió verga esto— dijo limpiándose los mocos, mientras se levantaba para caminar en círculos por todo el cuartito en obra negra, pisando su bilis y la sangre coagulada.

Prendió nervioso un cigarro y se quedó mirando un largo rato a su difunta esposa. Apagó las luces cuando se le ocurrió la manera de cómo salirse con la suya. Fue al patio y cortó unos pedazos de lazo de los tendederos. Luego, entró a su casa y con la sábana de la cama enrolló el cuerpo de Esperanza y lo depositó en unos costales que tenían para guardar su ropa limpia. Parecía una momia; toda rígida y embalsamada entre rafia y mecate. Puso a Esperanza en una carretilla y salió de ahí cuando vio al último vecino apagar su luz. Eran las tres de la mañana. La temperatura había bajado aún más. Esperanza pesaba el doble. Tavo berreaba de frío cuando llegó a donde trabajaba: una casita en la que apenas iban a echar el piso. Buscó el lugar apropiado dentro de la obra, tomó un pico y se puso a desmoronar la tierra. Escarbó y escarbó hasta que vio que podía entrar ahí la difunta. Cuando la metió en la fosa, la pateó un par de veces de puro coraje porque estaba cansado y con sueño. Tomó un bulto de cal y lo vació sobre ella, según para que no oliera. Tapó el hoyo y lo emparejó con el resto del suelo.

Ya casi estaba por amanecer cuando terminó. Moribundo, llegó a su casa a limpiar los rastros de la última golpiza. Se bañó, se cambió, y regresó a su trabajo. Entraba a las nueve. Dos de sus trabajadores ya estaban armando la malla del piso cuando él llegó.

—Ese, mi Tavo, ¿qué pinche cara traes? ¡Uyyy! ¿Otra vez te peliaste con la Esperanza?— le dijo uno en tono burlón.

—Mira, pendejo, ¿a ti qué, eh? Además, ni me la menciones. Igual y ya no regresa por aquí.

—¿Cómo que no regresa? Qué se me hace que te abandonó, ¿verdad, putito?

—No digas mamadas, a mí nadie me abandona. Es más, ayer se pasó de pendeja y pues que la mando bien lejos. Digamos que se mudó, pero a la chingada.

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