Este chico jamás pensó que la advertencia del cura podría ser cierta… y pasarle justo a él.
I.
Mi primer instinto fue arrancarme el vello rulo que apareció en el medio de la palma de mi mano derecha. Lo apreté entre el pulgar y el índice de mi zurda y halé, pero el condenado se escurrió entre mis dedos y retomó su forma rizada.
Volví a intentar una, dos, tres veces. Y el pelito, cómo no, se resistió a ser arrancado.
Me quedé viéndolo, incrédulo. Y entonces comenzaron a brotas más a su alrededor.
Al primer pelito que me creció en la ingle lo había estado esperando toda mi vida y lo recibí con regocijo, pero estos de la mano solo me traerían malas noticias.
Habría seguido halándolos de no ser porque sonó el timbre que anunciaba el fin del recreo.
II.
Tuve serias dificultades para responder el examen de lapso. Primero porque lo escribí con la zurda, mientras escondía la mano peluda en un bolsillo de mi pantalón.
Y porque, claro, entiéndeme, apenas podía asimilar que era verdad lo que nos había dicho el cura del colegio. Aquel día, la clase entera se cagó de risa, y yo me reí por no ser el raro. Pero recuerdo el sermón, porque me asustó: —Si cometéis el degradante vicio antinatura de produciros excitación venérea con la mano —hizo una pausa dramática y siguió—, ¡os crecerá vello en la palma, como pena infamante!
Estigma púbico, pues.
El liceo ya contaba con su propia leyenda y no iba yo a convertirme en el sucesor de Paco Pajas. Un tipo que supuestamente tenía «disembrioplasia pilosa circunscrita de las palmas». Me lo aprendí de tanto que lo repitió. Pero nadie le creyó. Y yo menos. A Paco se le notaba el onanismo en la cara. Todavía debe andar por ahí, quién sabe dónde y a puerta cerrada teniendo al cíclope de rehén.
No sé si yo también tendría cara de vicioso, pero estaba claro que mi mano peluda sí me delataría.
¡Mi mesada por un guante!
Pasé el resto de clases con la mano en el bolsillo, convenciéndome sin demasiado éxito de que no, no me veía para nada sospechoso. Solo tenía que esperar llegar a casa y probar con un alicate, o con tijeras, o con fuego, si hiciera falta: si fácil vinieron, fácil se irían.
¿Cierto?
Jaja.
Probé con todo eso y nada. Incluso traté con la cera de depilar que le robé a mi hermana. Adivina cómo quedaron los pelitos.
A la quinta dentellada, ya al borde de las lágrimas, se me ocurrió echar un padrenuestro ahí, porsia. «Ah, Papá Dios, si me quitas estos pelitos prometo no darle tanto a la mancuerna… bueno, tampoco es que le dé “taaanto”, ¿o sí? No sé. Supongo que eso es lo que diría cualquier adicto».
III.
Si Michael Jackson y Morgan Freeman lo hicieron, ¿por qué yo no?
Y así fui a clases al día siguiente. Con un solo guante (ya sabes en cuál mano), pero no tuve paz mental en toda la mañana. Ninguna empresa respetable contrata individuos con manos de sasquatch, por lo que pasé las horas haciendo listas de trabajos manuales y las pocas opciones que me quedaban para mi futura carrera laboral:
- Botón de hoteles.
- Mago.
- Soldador.
- Titiritero.
- Modelo de garfios.
- Recogedor de basura.
- Boxeador.
- Disfrazado de Mickey Mouse en una plaza inflando globos para los niños.
- ¿Médico cirujano? OK. Ehhh, no. Los doctores operan con guantes, pero no andan con ellos puestos las 24 horas.
¿Será que toda esta gente que trabaja con guantes vive dándose rondas de cinco contra uno? Tal vez. Yo por si acaso dejé de ir a restaurantes. La sola idea de que un cocinero con guantes me preparara un sándwich me daba arcadas.
Me vi autoexiliado en una plataforma petrolera en medio del mar. O en uno de los polos. Adiós a mi sueño de ser guitarrista.
Adiós a eso y más.
- Saludar formal con la mano.
- Amasar harina PAN.
- ¿Aplaudir?
- Acariciar la cara a mi (futura) pareja.
(Aunque confieso que debe ser sabroso darle a alguien una buena cachetada peluda).
Total, que toda mi perorata mental terminó cuando el fortachón de la clase se plantó frente a mi pupitre, llenó de aire sus pulmones y habló como para que lo escucharan en las demás aulas.
Entonces, furry. ¿Tú cómo te lavas las manos?, ¿con jabón o con champú?
Coño.
IV.
Hoy con el paso de los años me río, pero en aquel momento inicié un camino en solitario (no te rías, que es en serio) por mi adolescencia.
¿Por qué tuvo que pasarme justo a mí? ¿Qué había del resto de neandertales que estudiaban conmigo? ¿los has visto? Tenía que ser improbable… no, espera, imposible que yo fuese el único que alguna vez haya estrangulado al pollo.
Y hablando de aves de corral. ¿Qué hay de los sexadores? ¿A ellos no les salían plumitas amarillas en la mano? ¿O pelo de crin a los criadores de sementales equinos? ¿Y los actores porno?
Si hubiese justicia, esa industria debería estar plagada de cavernícolas.
¿Y a las mujeres qué?
Tantas preguntas y tan poca gente con la que poder hablar, porque si mis padres se enteraban me caerían las siete plagas…
Abrí el laptop y me encomendé:
—Ayúdame, Google, eres mi única esperanza.
V.
OK. Si alguna vez necesitas buscar soluciones para estos problemas capilares, quiero que sepas que internet es el último sitio dónde encontrar información útil.
Probé cuánta depilación existe en el mercado. Pinzas. Hilos. Ceras. Me eché cuánto ungüento casero recomendaron influencers. Probé teñirme con algún tinte «tono palma de mano». Intenté seguir un tutorial de «cómo ser ambidiestro». Tomé suplementos vitamínicos. Comí carbohidratos (que supuestamente hacen perder cabello, pero me hicieron ganar tallas de pantalón). Le declaré la guerra a la keratina y me gasté mis ahorros en sesiones de electrólisis, cremas e inhibidores de enzimas.
Durante este tiempo, opté por no tocármelo ni para mear. Por si acaso.
Pero qué va. ¿Sabes como cuando tienes un despellejado al lado de una uña y te propones no jurungarlo para no acrecentar la herida y al final te empeñas sin darte cuenta en halar el pellejito hasta abrir un canal rojo…? Pues lo mismo me pasaba, pero con el dedo número once.
Y a todas estas, los pelitos, te preguntarás. Pues a los condenados les dio por desarrollarse. Se pusieron más gruesos, más negros y, para más inri, sobrepoblaron mi mano casi hasta las uñas. Sí, se me puso toda la mano peluda, como el cuento con que le meten miedo a los niños necios.
Me convertí en un ser de espanto para las universitarias que compartían materias conmigo. Siento que me veían como el abominable hombre de las zurras. Por su parte, los infelices de mis clases se encargaron de decorar a diario mi pupitre con peines, acondicionadores, lacitos y cuanta mierda existe para el pelo que a ellos les parecía graciosísima.
Yo me sentí como una vergüenza andante.
VI.
Con el tiempo me cansé de dialogar con mi mente y me apunté a una reunión de un grupo de apoyo. Algo había encontrado online y sabía que no era el único al que le pasaba esta aberración hirsuta. Al menos esta gente me entendería, pensé. Pero, coño, qué difícil fue entenderlos a ellos.
Sentados en círculo, cada uno relató sus penas. Algunos con las manos apoyadas hacia arriba sobre las rodillas. Otros hablaron ocultando sus manos. Y aquello fue heavy metal. Gente que perdió el empleo por darle leña al míster en su propio puesto de trabajo. Hombres y mujeres que literalmente tenían pelos en la lengua. O uno que su esposa le prohibió abrazar a sus propios hijos con esas «manos de diablo». La que más me impresionó fue una mujer relativamente joven que se había mutilado la mano para acabar con el problema y le habían crecido vellos en el muñón.
A la salida, el director del grupo nos despidió uno a uno, recordándonos que, así como (la mayoría) teníamos dos manos, contábamos con dos opciones: exhibir los pelos sin pudor o comprar el tratamiento todo incluido que él, convenientemente, vendía.
Cuando me dio el folleto reparé por primera vez en sus manos. Las tenía inmaculadas.
VII.
El brochure mostraba una pareja agarrada de la mano. Él súper fit y ella guapísima. Sobre ellos, un slogan impreso en Word Art que ofrendaba la solución definitiva: Handsome Hands, con la ® de registrado.
Cursi pero prometedor. Hasta que vi los precios. La supuesta clínica estaba en Manila: aparte del tratamiento, tendría que viajar y hospedarme en Filipinas. Tal vez en otra vida.
Fui tan lejos como mis agotados recursos económicos me lo permitieron. A un nail salon en el centro de la ciudad regentado por mujeres filipinas. Imagino que no sabes esto, pero todos esos negocios tienen su trastienda para atender a clientes indecorosos. Lo cierto es que acudí sin demasiada convicción. Más por tachar la última opción de mi lista. Y entonces conocí a Lualhati.
VIII.
Tenía mi edad. Tenía la mirada más comprensiva. Y tenía pelos en ambas palmas.
Lualhati trabajaba día y noche para pagar la deuda al mafioso que la trajo al país. Y soñaba con traer a sus padres, a pesar de que la habían desheredado. Ni falta hace contar el porqué. Por su elección de palabras, intuí que se guardaba más detalles personales, pero más por tristeza que por pudor. Porque a lo que pelos vamos, iba al grano:
—Pero qué pelambre más hermoso tienes —me dijo no más tomarme por la muñeca.
Ya va.
Por no aburrirte, ni arruinarte el apetito, Lualhati me describió todos los tipos de pelaje con los que se había topado. Y volvió a insistir en que ninguno era tan suave y especial como el mío.
—¿Por qué no te los dejas crecer más?
¿¡Más!? Así como para que se note aún más mi aberración. Qué ganas las de esta mujer. Menos mal que estaba sentado.
—Date homenajes —me dijo—. Mientras más lo hagas, más te crecerá. Y cuando alcanzan cierta longitud se pueden cortar las puntas. Son las raíces las imposibles de talar. ¿Sabes que pagan muy bien por esto en China, India y Turquía?
Recomendación: bajo ningún concepto googlees «bisoñé rizado turco».
Y sí, Lualhati me ayudó a superar mi vergüenza. Me asocié con ella y juntos montamos un emprendimiento de disfraces. ¿Has escuchado nuestro comercial? El de «en este Halloween conviértete en la mano peluda». Las vendemos en casas del truco y para despedidas de soltero. Las tenemos de todos colores, lisas, onduladas, con bucles y con tirabuzones. También contamos con una gran clientela desde que un judío ultra ortodoxo (y alopécico) nos encargó una peluca y causó sensación entre sus homólogos. Ten, te regalo una de despedida, que esta es la última vez que vengo a confesarme, padre. Además, ya voy tarde al aeropuerto a conocer a mis suegros.
Jeje, excelente. El brochure me hubiera vendido el tratamiento.