Había una vez
...muchas maneras de echar tu cuento
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Foto: Jesús Ochoa.

 

La primera en desaparecer fue la anciana del abrigo azul celeste. Cada mañana la veía llegar por la esquina, poco después de que el reloj de la Plaza Central marcara las ocho. Iba hacia el mercado, con su caminar lento y encorvado y su bolsa naranja vacía. Regresaba poco antes de la nueve, con la bolsa llena en una mano y un ramo de flores en la otra.

Siempre me pregunté por qué compraba flores todos los días. Las flores no mueren tan rápido. Después pensé que tal vez se las llevaba a su difunto esposo en el cementerio. Era una mujer de rutinas, la anciana del abrigo azul; todos los días iba al mercado a la misma hora, con el mismo abrigo y la misma bolsa. Menos los domingos.

Nunca me han gustado los domingos. Las tiendas no abren. Las familias y los amigos se reúnen en la Plaza Central, frente a la iglesia. Y a mí me ignoran. Los domingos son para quienes tienen compañía. Los que estamos solos, no encontramos rutinas para escondernos de nuestra soledad.

Las rutinas sí que me gustan. Las necesito. Me gusta ver salir el sol todas las mañanas. Ver cómo los colores del cielo van cambiando del azul oscuro al púrpura al naranja. Ver cómo la calle se va llenando de gente y las tiendas y restaurantes van abriendo uno a uno, llenando de vida la Plaza Central.

Me preocupé el día en que no vi aparecer por la esquina a la anciana del abrigo azul. No me gusta cuando algo inesperado me cambia la rutina.

Por lo demás, ese día fue como cualquier otro: Aunque la anciana no llegó, todas mis otras rutinas se repitieron sin altercado. Las tiendas abrieron cuando el reloj de la plaza marcó las nueve. Consuelo llegó puntual, me cambió la ropa y me arregló el peinado. El chico guapo de la motocicleta estacionó frente a mi ventana y me hizo un guiño, como cada mañana.

Consuelo me contó que terminó con su novio. Otra vez. Era la tercera vez que terminaban en lo que iba de año. Si pudiera hablar, le diría que él no la quiere, le aconsejaría que dejara de perder el tiempo con él. Consuelo no tiene dignidad. Llamó al novio tres veces, y las tres veces lloró. Fue él quien la vino a buscar a las cinco, cuando terminó su turno.

Al día siguiente, esperé con más ansiedad que de costumbre a que el reloj de la Plaza Central diera las ocho, pero la anciana del abrigo azul no llegó. Tampoco el día después. Ni el siguiente. Nunca más la volví a ver.

Los días pasaron y comencé a notar algo distinto en el ambiente, pero no sabría decir qué era. Creo que había menos gente en la calle. Las personas parecían más preocupadas.

El hombre del correo postal, que siempre charlaba un rato con Consuelo y le comentaba los sucesos del día, una tarde llegó con una extraña mascarilla tapándole la mitad del rostro, y ni siquiera nos saludó. Dejó la correspondencia en la puerta, y se fue antes de que Consuelo pudiera hablarle. La saludó de lejos, con un gesto de la mano.

No vi si le sonrió, llevaba la boca tapada, pero sí noté en Consuelo una expresión de tristeza que no le había visto antes. Ella siempre tan alegre y tan parlanchina –incluso cuando peleaba con el novio–, esa tarde no habló más. Hasta se olvidó de poner un nuevo disco cuando terminó el que estaba sonando. Pasamos el resto del día una al lado de la otra, viendo por la ventana, ambas en completo silencio.

Al día siguiente, el chico guapo de la motocicleta tampoco apareció. Siempre estacionaba frente a mi ventana. Siempre me hacía un guiño. Era la alegría de mis mañanas y de mis tardes. Soñaba que un día entraba, hablaba con Consuelo y me llevaba consigo en su motocicleta para mostrarme el mundo. ¿Cómo era el mercado? ¿Cómo era el interior de la iglesia? ¿Qué había más allá de la Plaza Central?

Pasó un día, pasaron dos, tres días, y el chico no volvió.

De mi rutina quedaban cada vez menos cosas. Ni la anciana del abrigo azul, ni las conversaciones del cartero, ni las confidencias de Consuelo, y ahora tampoco mi chico de la motocicleta.

Y entonces llegó el domingo y supe que algo muy malo había pasado, porque no se reunió nadie frente a la iglesia. ¿Habían desaparecido todos? ¿Qué estaba ocurriendo? Llevo toda mi vida en este pueblo, frente a esta plaza, y nunca había visto algo así. Pasé la noche en blanco temiendo lo peor: que Consuelo tampoco volvería.

Cuando al día siguiente la vi llegar, casi perdí la consciencia del alivio que sentí. Pero la alegría no me duró mucho. Consuelo entró con los ojos tristes y una mascarilla como la que le habíamos visto al cartero. No volteó el cartel de “cerrado” a “abierto”, no encendió las luces ni me acomodó el peinado o me cambió la ropa.

Caminó hacia mí, me quitó la peluca rojiza —mi favorita—, la guardó en el gabinete de las pelucas, tomó el poco dinero que había en la caja registradora y salió de la tienda dejándome así, sola, con la cabeza desnuda y en completa oscuridad.

No sé cuántos días han pasado desde entonces, he perdido la noción del tiempo. Ya no hay niños correteando por la plaza ni mujeres admirando mis vestidos. Las tiendas no abren, tampoco los restaurantes. Ya nadie me mira ni camina frente a mí. Paso los días en la oscuridad, triste, sin música ni rutinas, y con la misma ropa. Mi vida se convirtió, no sé cómo ni porqué, en una interminable sucesión de domingos.

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