Había una vez
...muchas maneras de echar tu cuento
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Sola en una habitación, una mujer procesa un trauma.

Siento que será una madrugada larga porque no puedo sostenerme. Me duele abajo, muy abajo. Me arde. Toco mi vagina muy despacio y siento que se desgarra por dentro. Sale mi mano ensangrentada con coágulos y oliendo a pipí fresca. Él me mira con violencia mientras se cierra la camisa.

—Cuando regrese, quiero todo ordenado, pinche gata.

No le contesto y me sigo quejando. Me acurruco. Miro la suite llena de flores moradas, paredes de un blanco aperlado y la cama alborotada llena de sangre, mi sangre. Antes de irse, me advierte que si le cuento a alguien lo que me hizo no me la voy a acabar, que es un cliente muy importante en este hotel y puede desaparecerme si él quiere. Sale tranquilo, silbando. Azota la puerta.

Me quedo unos minutos más tirada, sobándome la panza, las manos, las piernas. Cierro los ojos y me llega el recuerdo de mamá lavando en casa cuando yo era una niña que fingía dormir. La escucho llorar quedito y, entre cada chillido, llamar a papá. Y él parece escucharla a lo lejos, porque entre más lo llama, menos quiere regresar con nosotras. Y por eso sigue lavando, para distraerse, para no sentir dolor, abandono, rechazo. Y yo sigo fingiendo dormir. Y finjo que recién me despierto. Y ella se seca las lágrimas con el suéter y me sonríe. Me da un beso en el pelo y me prepara de comer. Me alista para ayudarla a cargar sus cosas. Y salimos como siempre de esa casa rentada tan chiquita para llegar a una casa más grande en Las Lomas. Y limpiamos. Limpiamos todo: los pasillos, la ropa, la sala. El cloro quitando las manchas y el Fabuloso los olores sucios. La cubeta llena de menjurjes que me pican la garganta, los ojos, las manos; pero que me gusta oler porque así me siento limpia, rica, con clase. Supongo que la gente sin problemas así huele. Y mamá me dice que no me puede enseñar otra cosa más que limpiar, que si hubiera sido costurera, me enseñaría a coser dobladillos y a usar la máquina, pero no, lo único que tiene para enseñarme es qué producto se puede revolver con qué otro y que la mejor forma de sentirse bien es limpiando. Y yo le creo porque así se me olvida, por un instante, la vida que llevamos.

Abro los ojos y me levanto con cuidado. Pienso que soy un jarroncito lleno de agua. Voy al baño; me miro al espejo y mi labio está partido en dos. Volteo a ver la alfombra azulada: un caminito hecho de sangre. Abro el grifo y me limpio despacio entre las piernas, los muslos, la boca. Agarro mi cabello y lo vuelvo a peinar con mis dedos. Me quito dolida el uniforme y lo lavo con el jabón Roma que está en el carrito de servicio. Lo exprimo y lo tiendo en el balcón. Miro hacia abajo. La piscina se ve tan hermosa desde aquí. ¿Y si me lanzo? Un onceavo piso es poco. Total, nada se perdería si me aviento. Una camarista menos en el mundo. Cualquiera puede tomar mi lugar, cualquiera que no quiera morirse de hambre, pero mamá aparece en mi mente y me dice que no sea una tontita, que no haga pendejadas. Regreso a la suite; pongo un cartelito de se está limpiando en la manija de la entrada y cierro con seguro por dentro. Tomo el atomizador con agua oxigenada y tallo mi sangre encostrada de la pared, de la alfombra, de la cama. Espumea. Tiro en una bolsa las colillas de cigarro, las botellas vacías de alcohol y las latas de cerveza. Limpio con cuidado, como si mamá viniera a vigilar si lo estoy haciendo bien. «Es un hotel de cinco estrellas, mensa», la escucho decirme mientras el dolor va desapareciendo poco a poco. Cambio las sábanas y la vagina deja de sangrar, de salir coágulos con olor a podrido, a perro muerto. Se cierra. «Debes hacerlo excelente. Por algo sabes todo lo que te enseñé. Muy bien. ¡Así se hace! Te quedó perfecto».

Me aplaudo.

Destapo el cloro y vuelvo a sentirme limpia, rica, con clase. Me río. Creo que mamá me enseñó bien. Muy bien.

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