Para este viaje no olviden llevar bolsa de papel y su medicina para el mareo, no saben cuándo la van a necesitar.
I.
Cada mañana del último mes, Helenor despierta de la misma pesadilla donde pierde el autobús de su próximo viaje y, en consecuencia, su trabajo. Siempre le sucede. Cuando no son los vuelos, son trenes, reuniones y fechas importantes. Su mente es un proyector continuo de ansiedades tanto en sueños y, mucho peor, estando despierta. La noche antes de la partida revisa el equipaje con minuciosidad: dos chaquetas, tres vestidos, cuatro jeans, cinco suéteres, siete camisetas, una docena de calcetines y el doble de ropa interior. Sabe muy bien que puede llevar menos ropa, estará todo el mes coordinando la apertura de una nueva sucursal de la empresa donde trabaja, pero prefiere tener más cosas, por si acaso. Cierra la maleta y luego verifica: documentos, portátil, tableta, agenda, medicinas y dinero en la bolsa de mano. Aun así, la sensación de que olvida algo no desaparece.
Suena el teléfono, es el taxista avisando que va de camino a buscarla. Helenor se despide con un beso y un abrazo de su esposo y sube al auto rumbo al terminal de autobuses. No han llegado al primer semáforo cuando revisa el teléfono para asegurarse que respondió todos los mensajes de su trabajo, ya que quizás durante el trayecto pierda conexión. Hace poco fue promovida de cargo y ahora dirige a un equipo de más de cien personas, una gran responsabilidad. Todo se traduce en más dinero, pero menos tiempo para ella.
Helenor comprueba una y otra vez la hora y la plataforma de salida del autobús en las pantallas. Todo marcha según lo programado. Sentada en la última fila de la sala de espera, examina por enésima vez su bolsa de mano y luego pasa su computador. Chequea que todo esté en orden por la oficina.
—¿Está ocupado ese lugar? —Helenor apenas levanta la vista y quita su bolso para dejar libre el espacio.
El perfume intenso le recuerda el olor de la mirra en las misas de semana santa. Obligada por las ganas de estornudar, cierra su laptop. Inspecciona de arriba abajo a aquella señora de edad indescifrable, entre los sesenta y setenta y cinco años, apañada por su maleta con una rueda rota, quien, al sentarse hace tambalear toda la fila de sillas.
—Qué lindo aquel bebé, ¿verdad? —dice la señora. Helenor que ya presiente el dolor de cabeza por la puntada en su sien izquierda, le responde con una media sonrisa y adivina la siguiente pregunta. Voltea para ver las pantallas, su autobús ya está listo para abordar en la plataforma nueve. Guarda sus cosas en la bolsa, la cierra, no sin antes inventariar todo una vez más.
Apenas entra al autobús inspira profundamente. Detecta en el aire los últimos restos de aerosol para pulir los asientos. Por fortuna, no hay ningún pino de cartón colgando del espejo retrovisor del autobús, y menos de la manilla del baño, del cual se aseguró quedar bastante alejada. Los olores no ayudan nada a su cinetosis y su trabajo no le da tregua para intentar hacer algo que la ayude a mejorar. No ha terminado de sentarse cuando suena su teléfono:
—Helenor, ¿cómo vas? —habla su jefe.
—Todo bien, el autobús está saliendo a tiempo.
—Si te atrevieras a conducir ya estarías aquí hace horas, te necesitamos.
—Lo sé, pero con los mareos me da miedo conducir.
—Bueno, por favor revisa los archivos que te envié, así ahorramos algo de tiempo mientras llegas —cuelga.
Acomodada en su silla, Helenor enciende y apaga la lámpara encima del asiento y cierra las ventanillas del aire acondicionado, se recuesta y escucha el ruido intermitente de una maleta que se viene acercando.
—¡Que coincidencia! Viajamos juntas.
Helenor sonríe.
II.
—Estos son mis nietos —le muestra su teléfono a Helenor quien intenta concentrarse en responder un mensaje, pero ya las letras comienzan a bailar frente a la pantalla y su estómago a revolverse.
—Seguro no tienes hijos —ha tardado en sacar el tan trillado tema— Es que una mujer como tú no es de las que suele tener hijos, a menos que los hayas dejado con tu esposo. En mi época yo pude criar sola, sin ayuda de nadie, a mis cuatro hijos mientras mi esposo trabajaba en las construcciones del ferrocarril. Pobre de él, llegaba cansadísimo. Pero claro, ahora ustedes con los nuevos roles de la modernidad…
Helenor toma aire por la boca y lo retiene unos segundos. Sus manos están frías y húmedas, unas gotitas de sudor comienzan a aparecerle en el bozo y en la frente. Hace un esfuerzo para responderle.
—No señora, no tengo hijos y no sé si quiera tenerlos y tampoco si pueda. Mi trabajo es muy demandante.
—Pero si todas las mujeres poseemos ese instinto maternal, tener un hijo es el amor más incondicional que vas a conocer.
Helenor siente la boca inundada de saliva. Ya sabe lo que viene. Olvidó por completo tomarse sus pastillas para el mareo. Busca en su bolsa, está segura que las puso ahí, revuelve todo, seguro fue eso lo que olvidó empacar. Una arcada le comprime las costillas y el pecho.
—¿Te sientes bien?
—Señora ¿podría quedarse callada unos segundos? —le pide mientras recuesta la cabeza del asiento y cierra los ojos.
—¿No será que estás embarazada? Yo conozco muy bien esos síntomas.
—¡Permiso! Helenor empuja a la señora y sale hacia el baño tambaleándose entre los asientos.
La puerta está cerrada y el olor a orina revuelve más su estómago, su teléfono vibra en el bolsillo, lo saca y cerrando un ojo logra ver que su jefe vuelve a llamarla.
Agarrándose de los pasamanos, camina hasta la parte delantera del autobús. Por un momento recuerda la sensación cuando de pequeña daba muchas vueltas en la rueda giratoria del parque infantil.
—Disculpe señor. ¿Puede detener un momento el autobús?
—¡No puedo, señorita! Es una carretera de dos vías.
—¡Que se detenga le dije! —y se desploma alcanzando el brazo del conductor, quien da un volantazo.
III.
El chófer puede controlar la situación y detiene el autobús en el sobreancho más cercano.
Helenor vomita el desayuno en las escaleras. Con las manos apoyadas en un muro, mira hacia el precipicio y respira sintiendo algo de alivio. El teléfono no deja de vibrar en su bolsillo, lo saca, ve el nombre de su jefe y contesta:
—No voy a llegar, renuncio.
Desliza el dedo para colgar la llamada y lo lanza hacia las piedras, montaña abajo, con tanta fuerza que siente un tirón en el hombro. Todos la ven asombrados. Abre su bolsa para sacar los lentes de sol y, de repente, ahí están en un bolsillo interno, las pastillas de jengibre.
No todos los cuentos nos hacen pensar en nuestra vida cotidiana y en cómo actuamos ante una circunstancia similar. Este cuento lo logra.