En la historia política venezolana se ha hablado mucho de los distintos movimientos de resistencia contra la dictadura de Juan Vicente Gómez, y de entre todos estos hay un nombre que nunca se suele destacar, y es del escritor tachirense José María Rosas, apodado ‘el Mulo’. Sin embargo, a diferencia de todos los demás revolucionarios de su época, él sí tuvo la oportunidad de hacer realidad su objetivo de forma anticipada; el 13 de septiembre de 1876, cuando ambos tenían tan solo diecinueve años, Rosas tuvo al mismísimo Gómez al frente del cañón de su arma, y si aquel enfrentamiento no terminó con la muerte del entonces futuro tirano fue porque su pistola se encasquilló en el momento de apretar el gatillo.
Los detalles acerca de cómo ocurrió este hecho son un tanto ambiguos, pero se sabe que José María Rosas estaba enamorado de una joven llamada Rosalía Giménez, la cual por lo visto fue una de las muchas conquistas amorosas de Gómez durante su juventud. Esta rivalidad entre ambos muchachos llegó a su punto álgido la noche en que Rosas sorprendió a los dos amantes reunidos en un establo y pudo poner el cañón de su pistola en la sien de un distraído Gómez, quien después del susto inicial pasó a propiciar una paliza a Rosas y obligarlo a abandonar el pueblo derrotado tanto en el amor como en la lucha.
Con el pasar de los años, ‘el Mulo’ desarrollaría una obsesión con ese momento de su vida, ese preciso instante en el que el destino había puesto frente a él la posibilidad de cambiar para siempre el devenir tanto suyo como de su patria. Estaba convencido de que ese absurdo e imprevisible fallo en el mecanismo percutor de un arma de fuego de la Guerra Federal había puesto en marcha una serie de acontecimientos que provocaría la ruina de su país, y que su propósito en la vida era encontrar la forma de remediar ese error y con ello enmendar la historia misma.
Esta idea fue algo que Rosas llevó consigo durante todos los años que pasó unido al movimiento de resistencia en contra de aquel hombre a quien consideraba causante no solo de las desgracias del país sino también de su propia infelicidad. Su oposición no fue únicamente a través de la lucha armada sino que fue apoyada por cientos de artículos y proclamas escritos desde el exilio y distribuidos de forma clandestina, textos por los cuales nunca pagó cárcel, como si el dictador y sus hombres se burlaran de él al considerarlo insignificante. Rosas nunca le perdonó a Gómez esta humillación, como tampoco le perdonó que en 1935 muriera en su propia cama sin conocer el sabor de la derrota que a él le era tan familiar.
Pero ni en sus furibundos escritos ni en las acaloradas discusiones con sus amigos develó Rosas su verdadero y más secreto anhelo: encontrar la forma de volver a aquella solitaria y fría noche en la Mulera del 13 de septiembre de 1876. Le habrían tildado de loco, y muy probablemente él también lo habría pensado si no fuera porque estaba convencido de que algo en su fuero interno hacía de aquello una posibilidad remota pero increíblemente real, la culminación de toda una vida de miserias y resentimiento que le preparaban para dar aquel paso. Solo necesitaba una revelación que le llevase por el camino correcto.
Esta epifanía llegó de la forma menos esperada, con un libro de encuadernación barata de un escritor americano llamado Lyon Sprague de Camp en el que se topó por primera vez con la idea de cambiar la historia a través del viaje en el tiempo. En ella se contaba la odisea de un arqueólogo transportado mágicamente a la época del reino ostrogodo y empeñado en la idea de impedir la entrada de Europa en la Edad Media. La descripción de aquel hecho encendió una llama en el corazón de Rosas y le convenció de que aquel americano cincuenta y tantos años más joven que él era poseedor de un secreto que debía conocer a como diera lugar.
Rosas escribió numerosas cartas a de Camp con la esperanza de saber más acerca de este extraño fenómeno del viaje en el tiempo, y al principio todos sus esfuerzos fueron en vano. Su desesperación iba en aumento porque se daba cuenta de que sus días estaban llegando a su fin sin que pudiera cumplir aquella misión que llevaba en su cabeza desde hacía tanto tiempo. Estaba a punto de abandonar toda cordura y coger el primer barco a los Estados Unidos cuando recibió un misterioso paquete sin remitente en el que se incluía un pequeño instrumento parecido a una brújula y una carta escrita a mano. Esta última contenía una frase escrita con una letra firme y ostentosa que Rosas inmediatamente asoció al escritor a quien había dirigido sus súplicas, y decía simplemente: “Aquel que busca saldar las cuentas con su pasado encontrará el camino en el punto exacto donde su destino se bifurcó. Pero tenga cuidado: una vez que un hilo ha sido usado una vez, ya no podrá ser usado de nuevo”.
No había firma, pero no la necesitaba. Aquellas palabras en inglés le decían a Rosas todo lo que necesitaba saber, y su cerebro se volcó enseguida sobre los pasos que tenía que llevar a cabo y que se presentaban ante él con la claridad de una epifanía. Tras hacer algunas diligencias con amigos en la capital y organizar sus recursos partió enseguida hacia la Mulera, el mismo pueblo donde había nacido y donde su destino y el del país se había torcido para siempre. Porque en ese sentido se equivocaba de Camp; no se había bifurcado sino torcido, roto, resquebrajado, y ahora tenía finalmente la oportunidad de arreglarlo todo y colocar de nuevo al universo en su punto correcto.
Llegó al pueblo al atardecer, cuando el sol comenzaba a ocultarse en un cielo permanentemente cubierto de nubes. Nadie salió a recibirlo. Las décadas que había pasado sin visitar su sitio natal habían hecho de él un perfecto desconocido. Una espesa niebla había comenzado a formarse a aquella hora, haciendo que el lugar pareciera una ciudad fantasma en la que apenas se distinguían las siluetas de las casas y algunos candiles en las ventanas. Rosas sujetó la maleta que llevaba y tras agarrarse el cuello de la chaqueta caminó en dirección a la plaza del pueblo. Cuando llegó allí se encontró con algo que no esperaba y le dejó paralizado en su sitio: en medio de aquel espacio se alzaba una estatua del general Gómez, de pie, con postura rígida. Era una estatua modesta, pequeña si se le comparaba con los monumentos comúnmente asociados a los dictadores, pero en ese lugar, en medio de la niebla y el fantasma del recuerdo parecía un coloso que hubiese salido de la bruma para aplastar al visitante. Rosas reconoció en aquel sereno gesto de piedra el rostro de su enemigo y se puso a temblar, hasta el punto en que casi soltó su equipaje, pero finalmente se contuvo.
La visión de aquella estatua terminó de dotar de fuerza su resolución. Era la mayor prueba de que vivía en una realidad impostada en la que aquel miserable que le había arruinado y se había llevado tantas vidas por delante solo había ocupado su lugar preferencial en la Historia debido a un colosal error cósmico. Decidió entonces que no podía esperar, así que se dio la media vuelta y se dirigió a las afueras del pueblo, dejando atrás la idea de buscar una posada donde pasar la noche. Había venido con un propósito y aquello no podía demorarse ni un minuto más.
Sus pasos le guiaron sin problemas; a pesar del tiempo transcurrido sabía perfectamente a dónde tenía que ir. En las afueras, en una propiedad sin vigilancia, se alzaba el mismo establo donde había ocurrido todo aquella lejana noche. Estaba preparado para que el sitio hubiese cambiado, para que el establo estuviese ahora en medio de una finca o residencia y tuviese que entenderse con el dueño, pero nada de eso fue necesario. El mismo edificio estaba allí, en ruinas, un cascarón vacío y abandonado por el que la niebla parecía deslizarse. El silencio era absoluto, como si toda la montaña hubiese estado esperando a Rosas justo para presenciar aquel momento.
El anciano se sentó en una piedra a contemplar el lugar, dejando que la bruma le envolviese también a él. Con mucho cuidado sacó de su maleta el aparato negro que de Camp le había hecho llegar. La aguja en medio del artefacto apuntaba hacia el establo como si de un tesoro se tratase. Rosas cerró los ojos y acarició la superficie fría del aparato mientras su mente viajaba hacia aquel lugar, aquella noche, y nunca consideró siquiera la posibilidad de que no fuera a funcionar. Al contrario, algo dentro de su ser le decía que aquella locura era el único resultado posible, y lo supo incluso antes de que un silencio aún más pesado que el de la montaña se apoderase de él, sólo para ser sustituido por el sonido del viento y un frío glacial que le caló hasta los huesos. En medio de aquella sensación abrió los ojos y se encontró en el mismo lugar, no aquel al cual había llegado poco antes, sino el que estaba dentro de su mente y con el que había soñado tantas veces.
El establo estaba allí, todavía sumido en la niebla, pero reconstruido, con sus tablas de madera alzándose una vez más como aquella noche de hacía tantos años. Al mirar sus manos, Rosas las vio una vez más jóvenes, con la firmeza y la fuerza de sus dieciocho años, libres de los estragos del tiempo y el rencor acumulado de décadas. Sus ropas eran las mismas que recordaba, incluso los raídos zapatos con los que había caminado entre el fango aquella noche. Solo su cerebro era el mismo: la misma idea y la misma determinación que le había hecho volver a su propio pasado del que en realidad nunca había salido del todo.
El joven Rosas guardó el artefacto en su bolsillo, y al hacerlo sintió el frío metal de la pistola que asomaba entre los pliegues de su pantalón. La sacó lentamente y tras mirar de nuevo en dirección al establo examinó el cañón, el gatillo y el tambor. Esta vez debía estar seguro de que todo funcionaría correctamente y no habría ninguna sorpresa. Algo dentro de él le decía que solo tendría esa oportunidad y ninguna otra, y si lo lograba no solo restablecería su honor sino que se convertiría en un héroe.
Con paso lento se acercó hasta el establo, escuchando el sonido de sus pasos sobre la hierba húmeda. Al acercarse al edificio se encontró con un caballo atado a uno de los postes, el caballo de su adversario, el mismo que le había asustado la noche fatídica de su desgracia pero que ahora no le producía la más mínima impresión. Evitando acercarse al animal se adentró en el portal intentando no hacer ruido, y desde allí vio las dos siluetas que se tumbaban en el suelo de paja sobre una manta. No podía verlos con detalle todavía, pero sabía que en apenas unos segundos eso se solucionaría solo.
Justo en el momento en que lo esperaba las nubes del cielo se apartaron y un fugaz rayo de luna entró por el portal detrás de él, alumbrando la figura de los dos amantes clandestinos. Allí estaba su rival, quien a pesar de su juventud carecía de la imponente presencia que su versión anciana tanto había desplegado. Por un momento Rosas se preguntó cómo era posible que aquel hombre en un principio tan insignificante hubiese podido tener en sus manos el destino de toda una nación, pero enseguida desechó esa idea de su cabeza. No podía distraerse justo en ese momento.
Con la seguridad que da una labor ya casi cumplida, Rosas dio un paso adelante, en silencio, cerrando la distancia entre él y la pareja. Se dio cuenta de que, contrariamente a la noche originaria, su mano no temblaba en esta ocasión. Cuando finalmente estuvo a dos pasos de distancia, levantó el revólver y apuntó directamente a la espalda del futuro dictador, listo para disparar.
Fue entonces cuando la vio.
Durante todo el tiempo que José María ‘el Mulo’ Rosas había rumiado su justa venganza había una variante que no había tomado en cuenta, un detalle que nunca se había atrevido a examinar ni siquiera en sus numerosas elucubraciones acerca de lo que pudo haber pasado aquella noche y que solo ahora, tras la bruma que traía consigo el viaje temporal, tenía la oportunidad de presenciar de nuevo: desde aquel improvisado lecho, en un pueblo de los Andes perdido en el tiempo, los ojos de Rosalía Giménez le miraban paralizados de miedo. Aquella mirada negra llena de vida y que siempre había asociado con el amor de una juventud perdida era la primera en darse cuenta de su presencia. Rosas nunca supo, al menos en la línea temporal original, que aquella mujer había sido la primera en contemplar con horror su tentativa de asesinato. No se había dado cuenta porque toda su atención estuvo centrada en la espalda de su enemigo que se daba la vuelta, y precisamente ahora, cuando acudía a la misma cita con la cabeza fría era cuando tenía la oportunidad de contemplar el verdadero alcance de su venganza.
Supo entonces Rosas que incluso aquella victoria que ahora estaba a punto de hacerse realidad no cambiaría su vida; la muerte de Gómez puede que cambiara el destino de su país, pero independientemente del resultado de aquella noche él ya había perdido. Aquella era una verdad que yacía en los ojos de aquella muchacha que lo miraba, unos ojos llenos de temor y que él nunca había mirado hasta ese preciso instante. Incluso si ahora acababa con la vida de aquel monstruo, el destino suyo, el propio, el del hombre que había desperdiciado todos los largos años de su vida revolviendo en su corazón el deseo de cambiar su pasado, su destino iba a ser el mismo. También ahora debería abandonar el pueblo, nadie celebraría su hazaña, nadie le reconocería como el libertador de su nación, nadie vería en él la gesta heróica del hombre que había salvado al país de tres décadas de tinieblas. Él seguiría siendo un paria, un fugitivo, alguien que en su corazón llevaría la misma derrota condenada a repetirse a lo largo de la Historia como las olas del mar.
Gómez terminó de darse la vuelta y se quedó muy quieto. Rosas alzó el revólver, y vio la indiscutible figura de la muerte reflejada en los ojos pequeños del hombre que había odiado toda su vida. Presa de un nuevo valor en su corazón, salió a recibirla.
Con gesto rápido ‘el Mulo’ puso el cañón de la pistola en su propia sien y apretó el gatillo.
Excelente historia! Hay tantos caminos que se bifurcan en nuestra historia y uno siempre se pregunta que hubiera pasado si…
Lo amé.
Amo ese período de la historia venezolana y tengo cierto fetiche por la figura de Gómez.
Creas una gran atmósfera y aunque uno pueda tener cierta idea de lo que depara el final, no es el resultado, sino el viaje del protagonista lo que se queda con uno.
Me encantó!
En los cuentos publicados hasta ahora en Bandapalabra sobre la máquina del tiempo, veo un patrón que parece inherente al subgénero: la necesidad de cerrar círculos. En el relato de William era un padre al que le era posible hacerlo; en el que yo escribí era una mujer que intentaba huir de un círculo mortal que amenazaba con cerrarse sobre ella; en el de Mónica es una heroína que rompe un círculo vicioso.
Y es que, aunque a veces imaginamos las máquinas del tiempo como artefactos turísticos, su verdadero potencial dramático funciona como una llave maestra con la que resolver la duda a la gran pregunta de “qué habría pasado si…” En esa línea, la máquina del tiempo nos une en las frustraciones que todos tenemos, en mayor o menor medida, ante la vida que habíamos soñado y la realidad que nos tocó o que elegimos transitar.
“Las nieblas de La Mulera” abre en la misma escena espacio/temporal que cerrará el párrafo final. Pero entre la primera y última línea somos testigos de otro círculo, la espiral en descenso de Rosas y como su incapacidad para aceptar el pasado y avanzar lo lleva irremediablemente a su fin. Un fin un tanto predecible, pero que, gracias a tu prosa, no afecta el entretenimiento, ni la apreciación del cuento. Aquí se trata del “cómo pasa” por encima del “qué pasa”, y encuentro mucho más valor que en una trama mecánica (de las que me cuesta trabajo librarme).
En principio porque hace más disfrutable una segunda lectura, como toda película que nos gusta ver mil veces y nos sabemos de memoria, porque son los pequeños detalles los que la elevan. Aquí: el costumbrismo, los nombres, y el lujo de detalles como si hubieses vista aquella época y nos la cuentas. ¿Estás seguro que no tienes tú la máquina de Lyon Sprague de Camp?
En segundo lugar, no menos importante, porque evocas una situación de gran empatía y simplicidad con la pregunta que lanzas: ¿quién no ha sentido que le pudo ir mejor en cualquier momento pasado si hubiese tenido la suerte a su lado? Un accidente que se llevó a un ser querido, una crisis económica que acabó con su negocio, un largo etcétera.
Esta pregunta vale tanto para quienes labran su día a día, como quienes están convencidos que la rueda de la fortuna gira por ellos, como todas las escalas intermedias. Me atrevería a afirmar que todas las personas tienen un acontecimiento interno que, de poder cambiarlo, lo harían (Aprovecho la rama para decir que no creo que sea del todo cierto cuando dicen lo contrario: “que no cambiarían nada”).
“Las nieblas de La Mulera” no tiene respuestas fáciles, porque, con total honestidad, la vida no las tiene, con o sin máquina del tiempo.
Es muy peculiar la forma en la que nos envuelves en tus historias, Ricardo. Empiezo leyendo algo que parece más un texto académico, o algún artículo de un historiador, y de repente estoy ligándole al pistolero para que no falle el disparo. Sublime.