Un periodista encuentra fuerza para asimilar la partida de su madre en las palabras de Rubén Blades.
I
Enrique despierta exaltado, pensando en la logística y preparativos del día. Coloca uno de sus playlists. Aparece Miriam en su mente. Todos los recuerdos con su madre tienen de fondo alguna letra de Rubén Blades. Ambos bailaban con sus canciones.
Y mi madre le ha temido a la noche
desde el día que se fue mi papá.
Hoy la miro y comprendo que ella aún piensa
que las cuentas del alma no se acaban nunca de pagar.
Miriam solía llegar con la pesadumbre y desdén consecuencia de sus diez horas de jornada laboral en la tienda que trabaja. Maquillaje intacto, solo se quitaba los zapatos de tacones altos. Agotada y circunspecta, iba directo a la cocina a improvisar con lo poco que consiguiera en la nevera. Sacrificar su cena para compartirla con su hijo de siete años.
Esta vez era un sábado lluvioso y Miriam había prometido cocinar panes dulces para pasar la tarde juntos, mientras el aguacero generaba un sonido nostálgico en el techo metálico y el olor a café se apoderaba de la casa. Enrique miraba hacia la calle, imaginando que las gotas que caían al piso eran una especie de renacuajos saltando en sincronía con su vista. Miriam era ocurrente ante todos los contratiempos. El tan anhelado pan dulce no quedó como ella esperaba. Con jocosidad y cambio de discurso lo convirtió en galletas. Procuró hacer feliz a su hijo. Así era ella.
Pero también era enigmática.
Muchas veces la vio sentada en un sillón con la mirada ida frente al TV. Su soledad en aquel cuarto no aguantaba, aunque jamás lo confesó, como dice aquella canción del cantautor panameño: porque uno es joven y no sabe del amor; crecí mirando a mi madre vivir aferrada a una esperanza que la enterró, toda amargada, dentro de una noche que no acabó. Enrique no sabía que Mirian era incapaz de aceptar ante su hijo esos dolores internos que le aturdían.
Tantas cosas que fue descifrando de ella en silencio, analizando en perspectiva. Por ejemplo, una vez la vio en la cocina llorando, sola. Se asustó. Pensó que él era la razón de su sufrimiento y se acercó a preguntarle si había hecho algo malo. Miriam le gritó que si estaba loco mientras se secaba las lágrimas. Enrique era un niño que no sabía que la cebolla sacaba lágrimas. Hasta que le tocó cocinar a él. Pero eso fue años después.
De niño estaba convencido que existían dos Miriams: la madre protectora que lidiaba a solas con las adversidades y con sus propios tormentos amorosos; y la persona jovial que bailaba con la familia, con los amigos y era el centro de atracción de todas las reuniones. La que podía ocultar todo sentimentalismo bajo una alegría contagiosa. Una geminiana decían los creyentes de la astrología. Un día Enrique se dio cuenta de que había aprendido eso mismo y que eran del mismo signo.
Fue tan determinada que decidió morir sin tanto drama. Un súbito ACV detonó su partida del mundo terrenal.
—Ya no tengo más nada que enseñarte, siento que ya me superaste —le había dicho Miriam unos meses atrás, mientras celebraban el inicio de año.
II
Mañana es la boda civil de Enrique con Alicia, quien llegó a su vida con una intensidad que lo impactó. Enrique sonríe al recordar que muchas de las cualidades de quien será su esposa al día siguiente ya se las había profetizado Miriam.
«Parecen cosas de mi madre», analiza. Rememorando esos días en los que Miriam le decía el tipo de mujer con la que se iba a casar y él lo negaba, la contradecía. También le pasa por la cabeza eso del complejo de Edipo. Al final de cuentas encontró a una pareja con el mismo carácter de su progenitora. Es como si las dos se conocieron antes y lo tramaron.
Hoy conmemora un año más de la muerte de Miriam, así que decide ir al cementerio a conversar con ella. Tiene tiempo que no visita su tumba, se lo ha negado por años. Siente que tal vez deba ir a pedirle permiso para casarse. No haya cómo contarle que su corazón está listo para albergar otro nombre de mujer. Está ilusionado. Feliz. Piensa en la ironía de la vida. Dos fechas tan cercanas que serán parte de sus recuerdos anuales.
A cambio, Enrique promete visitarla más seguido. No necesariamente en el cementerio, sino en todos sus recuerdos. Y entonces escucha su voz: «no desperdicies el tiempo en quejas, aprovecha y avanza en tus objetivos», le habla su madre, disolviéndole su tristeza y tumbándole su coraza. Entonces le llega la alegría cósmica de Miriam. Y Enrique se permite recordar sus bromas, sus ocurrencias, los momentos en los que jugueteaba con él o bailaba salsa como un ritual entre madre e hijo.
Enrique sale del cementerio sin fantasear con el «qué pasaría si ella estuviese aquí». Miriam le enseñó a vivir la vida como ella misma la vivió y lo preparó con amor. Ahora le toca hacer su propio camino, su nueva familia.
III
Hace poco, Enrique descubrió el diario de su madre. Escribía con pasión y contaba sus experiencias con metáforas y colores que entretenían. Su escritura era diferente a su hablar. Era una soñadora.
Eso lo conmovió.
La pasión de Enrique por el periodismo venía de su madre. Ambos compartían esa característica de expresar en la escritura mucha más pasión y entusiasmo del que le daban al mundo en su forma verbal. Tenía sentido.
Tiempo después entrevistó a Rubén Blades, le conversó sobre ella y cómo sus canciones eran parte de su historia familiar. Ahí recibió un consejo del cantautor con el que mantiene el legado de Miriam:
—Ella no murió, ni morirá, porque le das vida cada vez que la recuerdas y mencionas. La mejor manera de recordarla es sonriendo. Es lo que hago con la mía, todos los días.
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