Jamás podría hacerle eso.
Ni a su perro, ni a cualquier otro.
Maldita neblina. Sus ansiedades la habían atraído y sus frustraciones seducido. Pero fue su soledad la que consumó la unión. Un enlace a la fuerza. Quería ponerle fin, pero no se armaba de valor para dejarla.
Su crianza a la antigua lo convenció de ver a un médico, por aquello de contar con una segunda opinión. Pero este solo le dijo lo que no quería oír. Que lo suyo tenía nombre: Anhedonia. Era incapaz de sentir placer.
In-ca-paz.
Las mismas tres sílabas que había escuchado en boca de su jefe, por ejemplo, y de mujeres que escribían sus nombres llenos de letras ka, dobles te y haches intercaladas. La neblina odiaba amarlas. En su presencia desvanecía. Y desde la penumbra devoraba su serotonina para que él volviera a fijarse en ella. Y es que no quería que le compartieran los afectos sino con la sirena.
También odiaba al can. Pero no se lo decía. Al contrario. Lo inflaba de halagos. Ese perro es maravilloso, merece otro humano que lo saque más a pasear, y le pague mejores veterinarios. Tú no le puedes dar la vida que se merece. Él la ignoraba tanto como podía. Pero Dr. John estaba viejo.
Cuando llegara el triste día, lo intuía, despediría a su amigo y a la vez saludaría a la negra, que siempre le había parecido más atractiva que la neblina. Y ya no se dejaría intimidar más con sus frases. Es más, la iría a buscar en la tierra donde celebran y bailan la muerte. Googlearía vuelos a MSY. También tiendas donde comprar un revólver. Sí. Beberían y bailarían y comerían y follarían en la cuna del Jazz. Le metería a su cuerpo todo lo que la ciudad le ofreciera. Y al alba, como guinda, una bala al estilo americano. Laissez les bon temps rouler, motherfucker.
Pero no mientras Dr. John viviera.