Ellos mueren por tener un lugar donde caerse muertos.
La noche tiene sus ruidos. Son distintos en cada ciudad. La de su infancia sonaba a ranitas. O así lo recordaba ella. Por eso le pareció curioso que cuando por fin pudo poner pie en su apartamento, adentro no se escuchara nada. Ni grillos, ni ranitas, ni viento, ni vecinos. Nada. Solo un vacío que aturdía y hacía que las poses se volvieran aún más insoportables.
—¿No quieres hacer un video? —le preguntó Nelson.
Mavi sonrió, pero la sola idea le dio náuseas. Lo último que quería era dejar registro de su fracaso para alimentar la tertulia ajena. De hecho, ya tenía 3 meses sin postear una sola foto y usaba las redes sociales únicamente para envidiar las vidas de los demás y repasar la historia que la había traído de vuelta hasta aquel hueco.
«El casado, casa quiere», le contó su madre cientos de veces cuando era niña. Pensaba que quizás allí comenzaron a cimentarse en ella una serie de aspiraciones y decisiones de vida que hoy eran el origen de su desgracia.
Nelson empezó a grabarla sin esperar respuesta. Al darse cuenta, Mavi pensó en pretextos para no subir el video. El que nunca diría, es que su red estaba llena de amigas que estaban «triunfando» afuera. Tenían trabajo, esposos ambiciosos, carro, casa propia y viajes. Se había dejado llevar por aquel bombardeo de prosperidad ajena y lo usó para convencer a Nelson de vender todo, sacar los ahorros, cruzar la frontera y «escapar» hacia una nueva vida.
Pero regresar cinco años después, con mucho menos dinero del que tenían cuando se fueron, a un país diez veces más quebrado, era menos vistoso. Nadie hace videos del aterrizaje o de los pies en el piso del aeropuerto cuando se vuelve a la tierra que se dejó para no volver.
Si la entrada a aquel apartamento hubiera ocurrido cinco años antes, claro que el estreno habría sido diferente. Cuántos sueños y energía habían puesto en aquellos 90 metros cuadrados. Cuando el conjunto estaba en construcción se habían tomado fotos imaginando cómo sería el futuro en esa, su primera casa propia. Pero la ilusión de verlo terminado parecía haberse ido junto con ellos cuando emigraron.
No ayudó que la economía de sus familias se fuera a pique mientras estaban afuera y que la pandemia terminara llevándose a los padres de ambos. Aunque lo último que quería era reencontrarse con los recuerdos que dejaron en esa ciudad fantasma, en el fondo Mavi sabía que debía dar gracias a Dios porque el apartamento no se vendiera y hoy al menos tuvieran a dónde volver.
Mientras Nelson la grababa y ella hacía su mayor esfuerzo por fingir emoción, Mavi pensó que quizás podrían intentar venderlo una vez más. Con esa plata podrían irse a otro lugar con un colchón de dinero más sólido, con más experiencia y un corazón endurecido, sin nostalgias. Mucho amor al país y todo, pero ya había entendido que había una vida mejor fuera. Solo le asustaba el tiempo. Apenas le quedaban cinco meses antes de que naciera el bebé.
Tomó la flor de bienvenida que le había dado Nelson al buscarla en el aeropuerto y la puso en un florero, justo sobre el mueble que ocupaba la esquina de la segunda estancia. Pensó que allí el sol no le pegaría tan fuerte y podría resistir el paso de los días con el mismo temple que asumiría ella, pero la flor amaneció muerta.
***
La notificación del cajero automático le heló la sangre a Nelson. Saldo insuficiente para retirar los últimos treinta euros de su cuenta. Los ojos se le nublaron y, sin más, se sentó en la acera para calmarse. Era invisible para el mundo y el mundo le era invisible.
Desde que llegaron a España, su peor miedo fue llegar a cero y hoy, después de rudísimas semanas de jaleo, de tigres, de chambas, de moverse como un loco y de jugarse todo por conseguir dinero, la nada había llegado. Estaba seco y en diez días tendría que pagar renta, mercado, teléfonos, todo.
Pero, con Mavi embarazada y el agua hasta el cuello, no había tiempo para lamentos. Debía tomar una decisión urgente y la más lógica era regresar al lugar donde tenían un sitio en el que caerse muertos. El apartamento era lo único que les quedaba en aquella tierra arrasada. Si las cosas ya estaban mal entre ellos, sabía que esto haría todo aún peor. Mavi tendría material para reclamos en las peleas de los próximos 15 años. Pero, ¿qué opción tenía? Ya no había ahorros que quemar.
Él tendría que irse antes para preparar el apartamento, buscar trabajo y hacer que el trauma de regresar se pareciera lo menos posible a un fracaso. Habría que recurrir a «la caleta» y pedir prestado a sus amigos para pagar su pasaje de regreso. No tenía garantías de que pudiera pagarles. Mavi aún tenía curro y lo que reuniera, de ahí hasta que pudiera irse, serviría de apoyo mientras se establecían otra vez.
Por un momento la imaginó reclamándole por el dinero y los años malgastados, pero decidió bloquear su mente para concentrarse en el presente. Resolver. Su experiencia le decía que el futuro le pondría otra mano de mejores cartas sobre la mesa para probarle a Mavi y a su hijo de qué estaba hecho.
***
Pasó su segundo día de vuelta en la ciudad llorando mientras Nelson hacía diligencias «de trabajo». Mavi pensó que la luz del sol le traería cierto aire de reconciliación con aquella urbe maldita, pero no fue así. La montaña de las postales y la nostalgia seguía allí, idéntica, pero todo lo que estaba debajo de ella había cambiado. Lamentó no haber tomado más fotos de la gente que componía su cotidianidad de hace 5 años. Preferiría tener fotos del panadero, de la señora de la tienda, de su costurera o de los vecinos de entonces que de una montaña.
No quiso salir. Intentó que ese segundo día la acostumbrara a la casa. Desempacó solo lo necesario, pues se juró a sí misma que ese no sería su hogar definitivo. Su hijo debía nacer en otra parte. Pero la impotencia la venció a media tarde. La cena que le trajo Nelson ni la probó. Se fue a la cama con tanta amargura, que no se dio cuenta cuándo se quedó dormida.
La despertó el olor a quemado a las tres de la mañana. Levantó a Nelson y juntos buscaron con la nariz la procedencia de aquella hediondez. Quizás algún enchufe, quizás alguien fumaba en el pasillo o quizás se quemaba monte en los alrededores. Pero no había humo ni dentro, ni fuera del apartamento. El pasillo que llevaba al ascensor estaba desierto y oscuro. Se volvieron a acostar, pero no pudo volver a dormirse.
A la mañana siguiente, Mavi salió a caminar buscando la fuente de aquel olor. El silencio parecía haberse apoderado también del resto de la urbanización. Cuando pasó frente a la cuarta torre del conjunto, se dio cuenta que las ventanas de los apartamentos estaban cubiertas con sábanas, cartones y papel periódico. Supo de inmediato que se trataba de invasores. Sintió tanta rabia, pavor y repugnancia, que se le quitaron las ganas de estar afuera y se regresó a su torre.
En la entrada estaba la señora Sótera, una sexagenaria con anteojos que amablemente le aguantó la puerta, presentándose a sí misma y felicitándola por su embarazo. Al principio pensó que se trataba de una vecina, pero, mientras caminaban hacia el ascensor, descubrió que estaba equivocada.
—¿Y tú cuál cuidas, mi niña? —Le preguntó Sótera.
—No, ninguno. Soy propietaria.
—Ay, ¿en serio? Años sin ver a una propietaria aquí. Qué bien que se mudaron. Yo le doy vueltas al 8-A y a otros en la torre B.
Mavi pensó que tuvieron demasiada suerte. Cuando se fueron del país, eso de dejar a alguien cuidando el apartamento de invasores no estaba de moda. Vamos, que era impensable en una urbanización de esa zona. Pero en la situación actual tenía todo el sentido. Estando en Madrid, en algún momento le dieron vueltas a la idea de alquilarlo, pero desistieron al ver que las leyes no estaban a favor de los propietarios.
El ascensor tardaba demasiado en llegar y la espera comenzó a crear un silencio incómodo entre ambas. Mavi no venía a hacer amigas nuevas, no quería. Pero Sótera sí tenía muchas ganas de hablar con alguien desde hacía tiempo.
—Pues sí, toca. Cada tres días paso. Le prendo las luces y se las apago. Abro las ventanas para que entre aire. Riego las matas. De lo que no me ocupo es de la limpieza. Pero, qué bueno que hay propietarios jóvenes. Aquí esto parece un asilo. Puro anciano. Los jóvenes se fueron todos, por eso hay tanto apartamento vacío.
—Y esa gente de las otras torres, ¿cuándo se metió?
—Esos ya tienen como tres años. Y siguen llegando en grupos. Hay que estar mosca. Tu piso está vacío, creo que ustedes son los únicos. Pero te digo, si ves que la correspondencia comienza a acumularse debajo de las puertas, recógela y bótala. Ellos se dan cuenta con eso de cuáles están vacíos y les avisan a otros.
Mavi se bajó del ascensor con una despedida rápida. Cuando las puertas se cerraron y se vio sola en aquel pasillo oscuro, sintió ganas de golpear a Nelson por haberla hecho regresar, por ser un fracasado. Luego tuvo ganas de golpearse a sí misma. ¿Por qué no lo dejó en España? ¿Por qué no tuvo el valor de ponerle punto final a ese accidente que llamaban matrimonio y quedarse allá sola con su bebé y su trabajo? Jamás se había sentido tan mediocre y tan cobarde como ahora.
Tratando de convertir aquella rabia en algo productivo, empezó a recoger la correspondencia acumulada bajo las puertas de todos los demás apartamentos de su piso.
Cuando entró a su casa, Mavi tenía tantos recibos en las manos, que fue difícil sostenerlos sin que se le cayeran. Mientras los recogía del piso de su sala, vio la mancha debajo del mueble en la esquina de la segunda estancia. No podía creer que Nelson prefiriera esconder semejante mancha con un mueble en lugar de limpiarla. Cosas como esas hacían que volviera a la misma pregunta que la rondaba desde hace meses, ¿por qué tanto miedo a dejar a un hombre que ya no reconocía?
***
Lo primero que habían comprado para el apartamento seis años atrás fue una rejaMultilock carísima, súper difícil de violar. En una ciudad como esa era importante no escatimar en seguridad. Pero cuando la llave de Nelson no entró en la cerradura y escuchó música y ruidos desde adentro, supo que se habían perdido esos reales.
El silencio sepulcral de la urbanización y las miradas que recibió desde las rendijas de las ventanas de otros apartamentos ya lo habían preparado para este momento. No sintió miedo, pero sí cansancio. Frente a él se abría un pozo de nuevas dificultades que le dejaba claro que regresar no sería tan fácil.
Tocó el timbre de su propia casa y escuchó cómo adentro se hizo silencio. Acercó su rostro a la reja tanto como pudo para oír los susurros. Luego de algunos segundos, una voz de mujer le respondió:
—¿Quién?
Nelson no abrió la boca. ¿Qué iba a decirle? Volvió a tocar el timbre.
—¿Quién?
No respondió, pero intuyó que la mujer que estaba adentro ya sabía de quién se trataba. Nelson aprovechó el silencio y la oscuridad para llenarse de rabia. Golpeó la reja con su inútil llave, pero su escándalo solo aumentaba el silencio que venía de adentro. No fue hasta después de un rato que se decidió a hablar.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó ya harto.
—Eso no es problema tuyo. —Le respondió la voz desde el otro lado de la puerta.
—Claro que es problema mío. Esta es mi casa.
La mujer no respondió más. Nelson insistió, primero buscando un diálogo en tono comprensivo, luego gritando y mentando madres. La rabia lo llevó a patear la reja. Pensó en ir a buscar un cerrajero o una barra de metal, pero las siluetas de 3 hombres aparecieron al final del pasillo. No hacía falta verles las caras para entender que debía irse de inmediato.
Más calmado, se sentó en el bar del hotel a pensar qué demonios haría ahora. Mavi no podía enterarse, menos en su estado, menos después de su última pelea antes de tomar el vuelo que lo trajo de vuelta. No podía seguir puliendo su título de fracasado frente a ella, no más.
Repasó su lista de contactos tratando de encontrar alguno que siguiera en el país que pudiera darle luces sobre cómo proceder. Guillermo fue el único que le atendió. Tenía un año afuera, pero este lo puso en contacto con su primo Régulo que era abogado.
Se juntaron al día siguiente, pero el encuentro no fue alentador.
—Hermano, yo te voy a hablar claro. En el panorama actual del país tienes todas las de perder. Para tú poder desalojar a esa mujer, y a los que seguramente viven con ella, quién sabe cuántos sean, tienes que primero llevar tu caso a tribunales y obtener una orden de desalojo. Sin una orden de desalojo, aunque tú seas el propietario legal, no puedes hacer nada. Más bien, ellos, que tienen ya más de un año en la propiedad, tienen amparo y te pueden hasta demandar. Y si se alinean al discurso del Gobierno, olvídate. Cuidado si no te toca pagarles a ellos una indemnización por daño psicológico.
Nelson pasó más de una hora haciéndole preguntas, intentando digerir aquel bombardeo de «patria» y tratando a la vez de encontrar una salida que resolviera todo aquello en menos de dos meses, que era el tiempo que tenía antes del regreso de Mavi. Régulo se le rio en la cara. Un proceso legal como ese tardaría por lo menos tres años, costaría una fortuna y no había garantías de que la justicia se inclinara a su favor.
—Chamito, te tengo tres consejos —le dijo Régulo pidiendo la cuenta para que Nelson la pagara—. El primero es que intentes llegar a un acuerdo monetario con la mujer. Aunque tú y yo sabemos que nada de lo que le des va a ser mejor que tener un apartamento propio en este país. Mi segundo consejo es que no gastes plata en esto, porque te vas a desangrar, mejor usa esa plata para irte del país otra vez. Si no te suenan ninguna de las dos opciones, entonces tengo el tercero, que en realidad no es un consejo, sino un número de teléfono. Eso sí, si lo usas, no me vuelvas a llamar más nunca.
***
La mancha no solo estaba en el piso, se extendía sobre las dos paredes con las que hacía esquina detrás del mueble. Era negra, como si algo se hubiera quemado en aquel rincón. ¿De verdad Nelson pensó que no se daría cuenta? Mavi tomó la esponja del fregadero, la llenó de jabón y le dio con toda la rabia que venía acumulando desde que supo que tendría que regresar al país.
Veinte minutos de esfuerzo la hicieron sudar, pero no quitaron ni un poquito de la mancha. Casi entendió por qué Nelson prefirió taparla detrás de un mueble. Siguió intentándolo media hora más, repitiéndose en cada pasada que ella no era una mediocre y que no se resignaría a vivir con semejante mancha. Muy veladamente, quitar esa mancha sería una forma de decirle a Nelson que ella no se iba a rendir y que era mejor que él. Pero desistió. La mancha seguía intacta y sus dedos comenzaron a impregnarse de ella.
Llamó a Nelson para reclamarle y de paso pedirle que trajera thinner y una espátula. Los esfuerzos de su esposo con los nuevos implementos desconcharon la pintura de la pared y rasparon el piso, pero la mancha no salió, por el contrario, probaba cuán hondo había penetrado en el concreto.
La lucha con la mancha y la discusión sobre por qué Nelson no le había dicho que el conjunto estaba invadido los hizo trasnocharse. Molestos, sudorosos y cansados, se acostaron dándose la espalda. A pesar de la frustración y rencor destilado en la discusión, Mavi reconoció, en el esfuerzo y el trabajo en equipo, un ápice de la pareja que solían ser hace 6 años. ¿Estaba siendo demasiado exigente con él? ¿Acaso su fracaso en España no les pertenecía a ambos? Ella se volteó hacia él para verle la espalda, quiso acariciar su pelo, pero prefirió no hacerlo, no fuera a ser que lo despertara y desapareciera el hombre que ella soñaba que fuera.
Al cabo de unas horas quedó rendida. Durmió profunda hasta que sintió que le halaban los pies. Abrió los ojos y subió la cabeza de un salto pensando que quizás Nelson le jugaba una broma, pero este estaba dormido a su lado con las manos bajo la almohada. Con el rabo del ojo creyó ver la figura de un niño de unos 4 años corriendo de la puerta del cuarto hacia la sala. Culpó a sus sueños, se tocó la barriga y le pidió a su bebé que la dejara dormir.
Al día siguiente pasaron por la ferretería. Compraron pintura y una mezcla de yeso para cubrir la mancha. El trabajo en la pared quedó como si lo hubieran hecho profesionales. El del piso no quedó tan perfecto, pero al menos ya no había rastros de la mancha. El mueble que Nelson había colocado antes para taparla haría el resto del trabajo.
La faena en equipo hizo que volviera a aparecer aún con más fuerza el Nelson del que se había enamorado. Quizás aquel apartamento traía de vuelta el pasado y le borraba la amargura y el rencor de los últimos meses. Las manos de ambos estaban negras, llenas del material que había dado vida a la mancha. Mientras él trataba de limpiar las suyas en el fregadero, ella lo abrazó con fuerza por la espalda y le pidió perdón.
Mavi no sabía si la intermitencia de ese amor tan difícil era cosa del mal momento que atravesaban como consecuencia del colapso económico, del encierro, del hastío, o simplemente era su manera rara de quererse. Lo único que sí sabía era que esa noche no le daría la espalda. Durmieron abrazados hasta que los despertó el olor a quemado. Esta vez sí había humo en toda la casa, un calor atroz y el mueble que tapaba la mancha ardiendo en llamas.
***
Howard Hernández no cobraba barato y tampoco se dejaba ver fácilmente, pero las referencias de Régulo convencieron a Nelson. En menos de una semana, entre correos y llamadas, se dio cuenta de que los servicios de este tipo valían cada centavo, pues le averiguó todo lo que necesitaba saber: la mujer que ocupaba su apartamento se llamaba Arly González, tenía 30 años, un marido que le habían matado hacía siete meses, un chamo de cuatro años y ni un centavo en el banco. No tenía trabajo fijo y vivía de hacer trabajos en casas de gente con plata. Ya tenía dos años y medio viviendo allí.
La presencia del niño les confirmó que no podrían recurrir a la vía legal. Tratar de sacar a una mujer con un niño chiquito era un caso perdido en tribunales. Nelson nunca se había sentido tan desprotegido. ¿Por qué su hijo, aún en la barriga de Mavi, no podía contar con el mismo apoyo por parte de las leyes? La rabia lo cegó y no escuchó los consejos telefónicos de Howard que le decían que no fuera más al apartamento.
Impulsado por una ira que no sentía desde hace mucho, Nelson llegó al conjunto y con una mandarria empezó a caerle a golpes a la reja de su casa. Los golpes no eran solo para sacar a Arly, eran en parte para él mismo, por no haber tomado precauciones para proteger el apartamento, por no haber logrado proveer lo suficiente para su familia en Madrid y por sentirse preso de su necesidad de demostrarle a Mavi su valor.
—Arly, abre la puerta —gritó con voz tajante—. Vamos a arreglar esto por las buenas. Arly, yo también tengo un chamo y esta casa es más suya que mía.
Nelson se derrumbó agotado. Supo en ese momento que, si quería sacarlos, tendría que pedirle a Howard que lo hiciera y tratar de no pensar en el cómo. Tirado en el piso empezó a cuestionarse todo. ¿Valía la pena? ¿Qué tanto quería la vida que había imaginado cuando compraron ese apartamento? Ya no se sentía el mismo. No veía a Mavi de la misma forma. ¿Podía vivir con el peso de la retirada y el fracaso sobre sus hombros? ¿Por qué tenía que pensar en sí mismo como un fracaso? ¿Por qué no empezar de nuevo en otro lugar y ser otro?
Por un instante se sintió liviano. La idea de ser otro, ser solo, lo vigorizó de manera inesperada. Quizás solo bastaba con darse media vuelta y dejar que el fuego del país acabara con todo. Él había hecho su parte y su conciencia estaba más que tranquila. Al menos no había culpa, ni la sensación de deberle algo a Mavi. Estuvo a punto de darse la vuelta, cuando la puerta se entreabrió.
Por la rendija, lo primero que vio Nelson, casi sin querer, fue la esquina de la segunda estancia. El lugar estaba muy oscuro pues las ventanas estaban cubiertas de papel periódico. En un segundo que pareció una eternidad pudo ver velas rojas encendidas en el piso alrededor de vasos y botellas de licores baratos, platos con frutas descompuestas y, en el centro, palos de caña y bambú sosteniendo huesos y un cráneo humano. Nelson entendió en ese instante el tipo de «trabajos» que esta mujer daba a domicilio.
El rostro de Arly se atravesó entre Nelson y la esquina. Su dura y furiosa mirada lo hizo bajar la vista para descubrir la barriga de ocho meses de embarazo que tenía la invasora. Delante de la misma, su mano empuñaba un fierro afilado.
—¿Qué es lo que quiere conmigo y mi muchachito, ah? —Le gritó la mujer como una leona.
La idea de irse se desvaneció. Y la ira volvió a alimentarlo.
—Arly, te tienes que ir. —Respondió Nelson, seco, pensando en que ese día recibiría su primera puñalada.
—¿Yo? El que se tiene que ir eres tú, yo estoy protegida y acompañada.
—Arly, no lo estás haciendo bien. Piensa en tu chamo, no te busques un problema.
—¡A mí me cedió este apartamento el Colectivo Frente de Lucha Social para la Vivienda! Todo legal por la alcaldía, por la doctora Carmen Morantes, ¡Hable con ella si quiere!
Arly intentó cerrar la puerta, pero Nelson metió la mandarria entre la reja para sostenerla. Comenzaron los empujones y los gritos.
—¡Este apartamento es mío, Arly! ¡No tienes derecho de estar aquí! —Explotó Nelson.
—¡El que se va del país pierde la casa! ¡La casa es de quién la necesita! —Respondió Arly.
—¡Yo la necesito para mi esposa y para mi hijo! ¡Salte ya, no joda! ¡Tú no te sudaste el culo para pagar por esta casa!
—¡Sácame, pues! ¡Pa’que te la veas con mi marido! ¡Dale! ¡Niégales una vida digna a mis hijos y nosotros se la negamos al tuyo!
Mientras Arly decía esto, apretó el fierro hasta cortarse la palma de la mano. Entonces le lanzó un zarpazo a Nelson, arañándole el rostro, derribándolo y dejándolo todo manchado de sangre. Pocas horas después, Nelson volvió a llamar a Howard.
***
Habían apagado el fuego con varias jarras de agua. Abrieron todas las ventanas para que saliera el humo. El mueble había colapsado sobre sí mismo y la mancha de quemado que dejó sobre el piso y la pared era idéntica a la que habían intentado borrar juntos desde hace días. Los restos de madera le recordaron a Nelson la forma de aquel altar que solía ocupar la esquina cuando ellos no estaban.
Mavi, sin querer comprender nada, tomó el regreso de la macha como una lucha personal. Fue a la cocina y buscó los sobrantes de productos con los que habían logrado cubrirla.
—Esta mancha de mierda no va a poder con nosotros. —Dijo mientras empezaba a raspar el piso con la espátula.
Nelson se quedó parado frente a ella mirándola trabajar. Mavi lo miró esperando que él la ayudara.
—Perdóname. —Le respondió él.
Ella lo miró a los ojos sin entender.
—No es tu culpa. Esta vez sí va a salir.
Nelson no tuvo corazón para dejarla seguir.
—La mancha va a volver siempre.
Sin despegar la mirada del piso, con una vergüenza que lo aplastaba, Nelson comenzó a relatar lo que había hecho durante el tiempo que estuvo solo en la ciudad. Mavi lo escuchó con atención y lentamente vio cómo el padre de su hijo se transformaba en alguien que no conocía. Ya antes él había tratado de limpiar y quitar la mancha, pero esta siempre volvía para recordarle lo que había hecho.
Nelson le habló de Régulo, de Arly y de la última llamada que le había hecho a Howard para pedirle que procediera a sacar a los invasores de su casa. Se suponía que Howard lo llamaría dos días después cuando el trabajo estuviera hecho, pero este nunca llamó.
Lo primero que le pasó por la mente fue que Howard se había ido con el adelanto. Ya habían pasado dos semanas sin recibir noticia, así que Nelson buscó a Régulo para tratar de ubicarlo.
—¿No te enteraste? Howard se lanzó por la ventana de su apartamento.
Hubo sorpresa, pero no pena. Nelson pensó en el dinero perdido y en que tendría que ponerse a buscar otra manera de sacar a los invasores. Pero cuando regresó al hotel, en el lobby le esperaba un sobre con las llaves de su apartamento. Howard, tal como habían acordado, le había dejado las llaves antes de matarse.
Nelson fue ese mismo día al apartamento. Desde afuera, todo lucía igual que siempre. Pero, a diferencia de la amargura de sus últimas visitas al lugar, ese día sintió un enorme alivio cuando la llave abrió la reja con facilidad. El alivio se convirtió en espanto cuando, al entrar, se tropezó con los cadáveres de Arly embarazada y su niño, ambos con los ojos abiertos al pie del altar derribado, con una expresión en sus miradas que él no olvidaría jamás.
Incrédula, Mavi imaginó la forma en la que el niño y la madre yacían muertos en el mismo suelo que ella limpiaba y cómo después Nelson, el hombre con el que había compartido los últimos 8 años de su vida, tuvo que deshacerse de los cuerpos. La respiración se le hizo difícil y perdió las fuerzas para mantenerse firme. Una vez más sintió que le halaban los pies y, al voltearse, vio la fugaz figura del niño de cuatro años corriendo hacia el pasillo.
Sin saber por qué, miró a Nelson y le dijo:
—Niégales una vida digna a mis hijos y nosotros se la negamos al tuyo.
Nelson se puso blanco al oírla y mientras ella se preguntaba por qué había dicho semejante amenaza, sintió el calor de la sangre que brotaba de la herida que ella misma acababa de hacerse con la espátula en la barriga.
Medio ficción medio real, eso es lo más triste. Imaginarse que en nuestra patria golpeada estas cosas deben pasar a diario.
Tanto las invasiones, como los sicarios, como los “trabajos” de brujería.
Rudo. Triste.