A estos dos se les acaba el tanque, el viaje, la suerte.
El Monstruo siempre acecha en el laberinto y el que ingresa sabe que, si no está en la primera curva, estará en la siguiente.
Mariana Enríquez
I.
Mi abuelo decía que en esta carretera se aparece el diablo. El viejo Luis Eduardo, en paz descanse, vivió hasta los cien años y siempre echaba el cuento de cómo en su vida «el cachúo» se le apareció tres veces. Siempre por aquí, en esta vía de mierda que esta noche nos está matando de a poco a Mónica y a mí.
La primera vez fue de niño. No había carretera en esa época, pero sí un camino de tierra que atravesaba el páramo. Tendría siete años cuando su familia lo cruzó en burro para mudarse de ciudad. Un viaje de una semana de neblina, lluvia y oscuridad. No había luz eléctrica en ese entonces y lo único que brillaba esa noche eran las lámparas de kerosene, unas colgadas de las mulas y otras en manos de los hombres armados que iban atentos a la posible aparición de bandidos de camino, un miedo que ni la luz eléctrica, ni los años han podido eliminar de esta vía.
Contaba mi abuelo que, en aquella madrugada, el páramo los hacía sentir indeseados, con un frío bravísimo, como para que lamentaran cada paso que los alejaba de la tierra que los había parido. La bisabuela Rosa le había dado una totumita con miche para calmarle el frío, pero antes de que pudiera llevársela a la boca, la caravana frenó pues se encontró de frente en medio de aquella nada con un viejo que tenía puesto un sombrero de paja y una ruana. Los que iban a la cabeza lo reconocieron. Titubearon un segundo y siguieron adelante evitando verlo a los ojos, santiguándose y escupiendo la tierra.
El viejo hablaba raro, no se le entendía lo que decía, pero por sus gestos, parecía que estaba pidiendo comida o algo que lo calentara. Cuando le pasaron por al lado, la bisabuela le dijo a mi abuelo: «ni lo mires». Pero Luis Eduardo no solo lo miró, sino que le dio su totumita con miche. Ese día el diablo se dio cuenta que Luis Eduardo era desobediente. Eso le gustaba.
Me encantaría echarte este cuento, Mónica, pero estás molesta y aterrada. Lo veo por la forma en la que aprietas los labios y miras por la ventana. Tienes tanto miedo como yo. No estás para hablar. En este momento me odias y quizás tienes razón. Al final fui yo quien propuso venir hasta acá, aunque la invitación a hacer un viaje juntos fue tuya. No pensamos en que toda transgresión trae consecuencias. Mejor seguir manejando callados, tragándonos el miedo. Al menos hasta que encontremos la gasolinera. Tiene que haber una. Además no soy tan buen echador de cuentos como mi abuelo.
2.
Yo no tenía necesidad de meterme en este peo. Soy la reina de las malas decisiones. Ahora no solo me jodí la vida, sino que se la jodí a Gustavo también. ¿Cómo coño se lo voy a decir?
«Gustavo, hola. No te asustes, estoy bien. Bueno, no. Mira, pasaron… varias cosas. Yo no quería esto. Perdón. Mira, yo te explico todo luego, pero… Necesito que me vengas a buscar».
Por favor, Mónica, no seas estúpida. No va a pasar. No te va a venir a buscar. Menos estando con Ricardo. Arregla tu peo. ¿No era esto lo que tú querías? Soltar, reír, hacerte fuerte, sacarte las espinas, vivir al máximo, aquí y ahora, YOLO; bueno, dale. Resuelve.
«Aló, ¿Gustavo? Perdón la hora, pero tengo una emergencia. Perdóname. Yo no quería. No quería mentirte».
Me quiero morir. El silencio me está volviendo loca. El silencio y el «taca, taca, taca» del choque. Dios mío. En lo que pasemos por una alcabala y nos vean manejando a esta hora con una sola luz y la trompa rota, listo. Nos jodimos. Adiós. Ya estamos jodidos. Con o sin alcabala, ya la vida no va a ser la misma para ninguno de los dos.
«No quería mentirte a ti ni a Elinita».
De los tres.
«La cagué».
De los cuatro.
«Soy una mierda y merezco todo lo malo que me está pasando».
De los cinco.
«Aló, ¿Gustavo? Perdón la hora. Escúchame, no puedo hablar mucho. Tuvimos un accidente. Yo estoy bien. No… Yo… Pasa que… Conocí a alguien. Bueno, no lo “conocí” aquí en este viaje. Ya teníamos rato hablando y… cometí un error».
De bolas que cometiste un error. Este es el castigo por las mentiras y por, por la inconformidad. Fuiste malagradecida, Mónica. Lo tenías todo y quería más. Bueno, toma. Aquí tienes más. Dile adiós a tu hija, a tu casa, a tu trabajo. Vas a ir presa, Mónica. Y bueno, ponle que por un milagro nadie se entere del accidente y te salves de la cárcel, del divorcio y del escarnio. ¿Con qué cara te vas a levantar y ver al espejo todos los días? ¿Puedes cargar con esto?
«Puedes hacerte la víctima todo lo que quieras, Gustavo. Dime puta si eso te hace sentir mejor, dile a la niña lo que tu quieras, pero tú sabes que no estábamos bien. Sabes por qué lo hice. Lo que te arrecha es que no fuiste tú quien se fue con otra primero. Perdona que te hable así, pero… Ay, Gustavo, necesito que vengas, que me escuches, que entiendas las razones y me digas que todo va a estar bien, que lo vamos a arreglar como lo hemos arreglado todos estos años».
Pero eso no es lo que hacen los esposos a los que les montan cachos. Puedo verlo. Se va a ir. De coñazos como este no se vuelve. ¿O sí? Paula volvió con Rubén después de lo suyo, y de eso todo el mundo se enteró. Virgilio también. Y mira que se la hizo fea a Gladys. No sé. A mí esas vainas no me pasan. Además Gustavo es Gustavo. No va a perdonar una infidelidad jamás ni nunca.
«¿Aló? ¿Gustavo? Gustavo, tuvimos un accidente. Yo estoy bien, pero… ¡Hay un muerto!».
3.
La segunda vez que se le apareció fue cuando acababa de cumplir diecisiete. A esa edad, en esa época, ya uno era un hombre hecho y derecho, con un destino escrito, un trabajo definido, una esposa, quizás hijos. No como nosotros ahora, que ya pasamos los cuarenta y seguimos tratando de entendernos y de escaparnos de ese tipo de vida. Pero mi abuelo, que ya estaba en la edad de estar claro, estaba rejodido. No tenía nada de eso. Sus viejos se le habían muerto a los pocos días de llegar a Mérida. Había quedado al cuidado de su tío Armando Rojas, un hermano de su mamá que no hacía sino maltratarlo y explotarlo. Le daba techo y comida, sí, pero cuando no lo estaba golpeando con un palo o una correa, lo tenía de esclavo y comiendo sobras en un cuartico hediondo e improvisado en el solar de la casa.
Diez años de maltratos cansan o acostumbran. La temporada de lluvias de aquel año había hecho que se tapara y desbordara el pozo séptico de la casa. El olor era mortal, así que el tío Armando mandó a mi abuelo a recoger y enterrar el mierdero para que luego levantara un cuartito de ladrillos alrededor del pozo que aislara aquella hediondez. Mientras Luis Eduardo se partía el lomo, él tío se iría de viaje con su esposa e hijos.
Tío Armando ordenaba, pero no formaba. Como que esperaba que la intuición de mi abuelo y los años de trabajo forzado a los que lo sometió le hubieran implantado mágicamente el conocimiento para levantar un cuartito de adobes. Luis Eduardo era intuitivo, se jactaba de ser autodidacta, pero ese día, frente a las herramientas y una torre de ladrillos mal acomodados, metió la pata. No había terminado de levantar el primer muro cuando se le vino encima dejándolo desmayado e inmóvil.
Lo primero que pensó cuando abrió los ojos fue que se iba a morir allí sepultado. Como la casa estaba vacía, nadie podía oírlo pedir ayuda. Todo le dolía y estaba seguro de que se le habían roto los huesos de la mano izquierda. Se desesperó aún más cuando imaginó cómo sería el resto de su vida con una mano chueca. La angustia empeoró al imaginar lo que pasaría si el tío Armando regresaba y encontraba que toda la plata que se había gastado en materiales se le había dañado en este accidente. Si el muro no había matado a Luis Eduardo, seguro lo haría el tío a palazos.
Y aquí mira la vaina, Mónica. Mi abuelo dice que sintió que una figura le sacudió los adobes de encima. No pudo verle la cara, pero sí sentir cómo lo «jalaban» de aquel derrumbe. Él estaba medio inconsiente, pero dice que la figura lo sacó y «se fue volando». Claro que es cuento, todos pensamos que la lluvia deshizo varios adobes y permitió que se liberara, pero así lo contaba mi abuelo.
Él no pensaba esperar los palazos. Cubierto de barro y mierda de pies a cabeza, sin pensarlo mucho, metió sus cuatro tonterías en un saco, se vendó la mano con las fundas de la tía, robó la caja de ahorros del tío Armando y se fue a pie, de regreso por el mismo camino que lo trajo a la ciudad de sus desgracias, ahora convertido en carretera. Esta carretera, Mónica.
La vía estaba tan oscura como hoy, no podía ver dos paso más adelante de sí mismo. Tenía tanto dolor, hambre y frío que, cuando vio la luz de una veladora en una de esas casitas que ponen al lado del camino para recordar a los fallecidos, pensó que se le había jodido la cabeza con el golpe. Cuando se acercó, vio que junto a la velita estaba esperándolo un viejo con sombrero de paja y ruana.
Mi abuelo no lo reconoció, pero el diablo sí se acordaba de él. Quería devolverle el favor del miche, así que lo escuchó y acompañó hasta un ranchito seco donde pudo darle calor, comida y, seguro ya sabes Mónica, también le ofreció un trato. Si me estuvieras escuchando seguro me dirías que ya sabes cómo terminan estas historias. Pero te juro Mónica, que esta no te la sabes. Esta es de verdad. Es el cuento que mi abuelo nos echó toda la vida como si fuera cierto, no algo que leyó por ahí.
Ojalá quisieras hablarme. Así no tendría que imaginar que te echo este cuento. Sería todo más fácil. Te prometo que voy a encontrar una gasolinera. Que no nos van a alcanzar y, si lo hacen, diré que fui yo quien iba manejando cuando la atropellaste.
4.
¿Qué fue lo que te gustó de Ricardo? Maneja como un zombie. Jamás lo va a aceptar, pero está bien asustado. Él, que no para de hablar, ni de contar cuentos o de cantar mientras maneja, lleva ya tres horas mudo. Yo conozco esos labios apretados. O está asustado o está dándole vueltas a la cabeza pensando en cómo lo vamos a resolver.
Nos van a alcanzar. Ese montón de luces que se ven allá abajo seguro son los del caserío dándose cuenta, sonando campanas o lo que sea que hagan para alertar que les falta una niña, uno de los suyos. Si nos agarran nos van a linchar antes de que podamos explicarles. No van a creer que fue un accidente, que la niña salió del monte, que no me puedo sacar su carita de la cabeza. No les va a importar que se me parezca a Elinita.
«¡Queríamos llevarla a un hospital, se los juro! Pero no sabíamos dónde. Aquí no hay señal, ni mapas… Seguimos derecho a ver si encontrábamos algo. ¡No es nuestra culpa que aquí no haya ni una alcabala! Si nos hubiésemos querido escapar, la habríamos dejado ahí tirada y ya».
Me trataste muy feo, Ric. Yo sé que sí, Ok, me puse muy loca. Te hablé feo. Pero igual, no era para que me trataras así. No me gustó cómo me hablaste ni cómo me agarraste. Fuiste cero empático. Ok, yo tampoco lo fui contigo. ¿Estás viendo que esta es nuestra primera pelea? Parecemos dos carajitos. Sé que te estás muriendo por decirme algo, pero el orgullo no te deja. Y mira que necesito que me digas algo, porque estoy que me tiro del carro. Esto nunca iba a funcionar. Los dos somos unos orgullosos. Por eso siempre íbamos a querer volver a nuestras casas.
«Señora, señora… Baje el machete. Sentimos mucho lo de su hija, en serio. Créame, intentamos llegar a un hospital, pero se nos acabó la gasolina. No encontramos nada, en esta vía no hay nada, está pelada. Perdón si no pensamos en regresarnos, sólo queríamos salvarla».
Regresarnos. ¿Cómo regresa uno a eso de lo que escapa? Después de pasarlo tan rico, tan bello, tan divino como lo pasamos siempre. No se puede. Y nos engañamos los dos fingiendo que sí se podía, Ricardo. Por eso aquello de «esta es la última vez» nunca lo cumplimos. Yo al menos (y sé que tú también) volvía de cada escapada pensando y planeando cuándo sería la próxima. Y mal pegada. Muy mal pegada. Con cara de quinceañera boba en todas partes. Era cuestión de tiempo hasta que nos alcanzara la realidad.
«Señora, yo también tengo una hija, apenas puedo imaginar lo que usted está sintiendo. Y mire, Ricardo, el señor, tiene una esposa que lo está esperando también. No somos delincuentes, ni asesinos. Sólo… Sólo tuvimos mala suerte».
Tanto que nos prometimos dejar de escribirnos para no herir a nadie y míranos, Ric. Nos vamos a morir juntos como unos pendejos. Qué mala leche. Milagro nuestro acuerdo, sí, pero qué puntería para el desastre. Tuvimos una burbuja de tiempo donde los dos volvíamos a ser jóvenes. ¿Por eso quisiste traerme a ver el pueblo de tu abuelo?
Un ratico era más que suficiente. Si uno convierte en casa el lugar de recreo, tarde o temprano se le empiezan a ver las grietas. La mugre. Deja de ser escape y se convierte en un nuevo sitio del que se necesita salir a descansar.
«¡No es culpa de nadie, mi gente! ¡Estas vainas pasan y es una mierda para todos! No nos volvamos locos. ¿Eso es gasolina?».
¿En qué estás pensando, Ricardo? ¿Ya encontraste una solución en tu cabeza? ¿La habría encontrado Gustavo de estar aquí? Claro que no. Sé que te grité y que no he parado de llorar, pero quiero que sepas que no es tu culpa, Ric. O bueno, sí lo es, pero no es solo tuya. Estamos juntos en esto. La cagamos juntos. Te encontraste con una que estaba más loca que tú. ¿Valió la pena seguir el fuego, hacerle caso al arranque y al pálpito?
5.
Mi abuelo nunca dijo lo que él y el diablo acordaron esa noche, pero desde el minuto en que salió de ese ranchito, la suerte le cambió. Nunca más estuvo a merced de nadie. Luis Eduardo se convirtió en su propio dueño. Se hizo a sí mismo un hombre culto, respetado. Hasta decían que la mano chueca lo hacía un virtuoso del violín. Viajó por el mundo y conquistó el corazón de la abuela Ramona. Nunca le faltó nada a él o a sus doce hijos.
Era un duro, mi abuelo. Hizo tanto en vida, que a veces pienso que les puso un techo demasiado alto a sus chamos. Recuerdo que cuando murió, a los cien años, escuché decir a mi papá que ni él ni ninguno de sus hermanos le llegaban a los tobillos. Yo digo que la comparación no tiene sentido. Él fue un hombre de otro tiempo en el que todo estaba por hacerse y, pues, digamos que tuvo las condiciones correctas para hacerlo.
Unos dicen que era su carisma, otros su preparación, pero los envidiosos decían que era suerte. Yo, que no creo en la suerte, ni en los santos, ni en nada, debo reconocer que el viejo nació con una estrella que le hacía caer siempre de pie. Vainas como la que nos está pasando hoy, Mónica, él las habría toreado rapidito. Tenía su propio código moral, él mismo se pagaba y se daba el vuelto. Por supuesto que alguien a quien siempre le salen bien las cosas puede llegar a caerle mal a algunos. Despertaba envidias. Pero nunca le prestó atención a lo que otros dijeran de él.
Tanto así era, que le encantaba inventarse cuentos para hacer crecer su leyenda. Una vez, cuando pisaba los noventa, quizás presintiendo que le quedaban pocos años de independencia y se acercaba la hora de pagar por los buenos tiempos, agarró las llaves de su carro y, sin que nadie se diera cuenta, arrancó rumbo a esta misma carretera. Estuvo perdido horas, Mónica. Te podrás imaginar cómo se pusieron mi abuela y sus hijos. Todos infartados, preocupadísimos, salieron a buscarlo y hasta llamaron a la policía.
El viejo Luis Eduardo apareció a las once de la mañana del día siguiente, todo mojado, a pie y tranquilo como si nada hubiera pasado. Por supuesto que todo el mundo le cayó a preguntas sobre dónde había estado, qué le había pasado al carro, pero él solo dijo en tono de broma que había ido a renegociar el contrato. Esa, por supuesto, fue la tercera vez en la que según él se le apareció el diablo en esta vía. La vez en la que él mismo fue a buscarlo.
Y mira, algo habrá hecho bien en ese «renegociación», porque el viejo le sacó diez años extra a la vida, enterito, feliz y próspero. Ojalá hubieras podido ver a la familia cuando estábamos todos completos, Mónica. Era un espectáculo. La fiesta más pendeja tenía al menos treinta personas entre tíos, sobrinos, primos, nietos y bisnietos. Siempre había un niño nuevo del que te tenías que aprender el nombre para no quedar mal con sus padres. Quizás estoy glorificando mi época de infancia, pero recuerdo ese tiempo como los años de la fiesta, la cumbia y la alegría. Y en el centro de todo, el abuelo. Siempre elegante, querido, musical e inteligente. Lo único que no era, al menos con los nietos, era cariñoso.
Creo que a cierta edad dejaron de gustarle los niños. Quizás éramos muchos, muy ruidosos, muy… No sé. Pero recuerdo que no nos dejaba estar en su estudio, siempre nos corría de ahí, a veces incluso con violencia. Le aburrían las conversaciones en torno a nosotros, por eso siempre las evitaba. Si en la mesa alguno de nosotros, se sentaba a su lado, él se levantaba y se iba. Como si no nos soportara. En las fotos, siempre una cara de culo.
Un día me hizo llorar con uno de sus desplantes y mi abuela, siempre tierna, me dijo que no era que no nos quisiera, sino que más bien se estaba protegiendo de tanto querernos. Fue la primera vez que entendí que el amor podía doler.
El caso es que teníamos prohibido entrar a su estudio en el que pasaba encerrado horas. Por supuesto, desobedecíamos y lo que seguía era un regañote y la advertencia. Siempre la misma:
Decía que sí seguíamos «con la lavativa» iba a poner el nombre del que se portara peor bajo la alfombra de la puerta de la casa para que cuando el diablo viniera a cobrar supiera a quién llevarse. Yo me reía y hacía como que no me lo tomaba en serio, pero cuando las luces se apagaban en aquella quinta inmensa, el cuento se me activaba y siempre, antes de acostarme, revisaba que mi nombre no estuviera debajo de la alfombra.
Por años, esos cuentos me dieron miedo. Hasta que crecí. Vainas de viejo, pensaba. Esta noche que manejamos la misma carretera de sus historias, siento que debí tomarme sus cuentos más en serio.
Yo también quiero que por una vez las vainas me salgan bien. Quiero caer de pie. Salir vivo de esta. Sin culpa. Que no me importe lo que digan los demás cuando esto se sepa. Siempre se sabe. Quiero empaparte con mi buena suerte, Mónica, y arrastrarnos a los dos a una vida mejor, más próspera, lejos de nuestros pasados, de nuestras frustraciones y fracasos. Llevarte por un camino donde encontrar una gasolinera sea fácil, donde podamos escaparnos de los que nos persiguen, hablar con quienes puedan ayudarnos a despertar de esta pesadilla y finalmente tener el valor suficiente para vivir lo nuestro. Quiero que quites la cara de culo. Que me hables. Que se acabe este silencio.
6.
Espíritu burlón ohohoh
Ohhhhoh, ja ja
No me quieres dejar
Tranquilo vivir
¿Música? Listo, Ricardo la perdió. Nivel psicópata, desbloqueado. Solo a un tipo disociado se le ocurre poner música en un momento así. ¿Qué quiere? ¿amenizar que tenemos una niña muerta en el asiento de atrás? No me da miedo, me da arrechera. Del tiro y sin pensarlo estiré el brazo para apagar la radio, pero él me agarró la mano y me leyó la mente.
«Estamos juntos en esto. No es culpa nuestra».
Necesito repetirme y repasar esto que te voy a decir cuando te vea, Gustavo, porque no quiero que se me olvide nunca. No sé qué pasó cuando me dijo eso, que me dejó en blanco. A ver, voy para atrás. Yo estaba mal. Que me tiraba del carro. El tanque estaba en «E», la carretera negra y estaba segura de que la gente del pueblo venía detrás de nosotros para lincharnos. Cagadísima. Pero en medio de la carretera vimos un ranchito al lado de un tronco seco. Estaba iluminado con un solo bombillo y en la puerta, sentado en una poltrona, había un viejo vestido con un sombrero y una ruana.
—¡Buenas noches, hermano! ¿Para dónde hay una gasolinera, un hospital?
Ricardo le gritó aquello y el viejo solo hizo un gesto con el brazo izquierdo como diciéndonos «sigan adelante». Seguimos. Te digo que no se veía un coño. Nada.
Tú me quieres matar
Que tú me quieres hacer sufrir
Oh oh oh
Espíritu burlón, oh oh
Tú no puedes conmigo
Ricardo, que iba embobado, paró el carro y se bajó para caminar unos metros sobre el asfalto. Había tanta neblina y estaba tan negro todo que creo que dio diez pasos y dejé de verlo. Desapareció. Ahí yo dije, ya está que este carajo se volvió loco, se va a ir corriendo y me deja sola aquí con este peo. Me bajé y fui tras él. Apenas me alejé un par de pasos del único faro bueno no me pude ver ni los pies. Y de pronto Ricardo me agarró la mano con fuerza, frenándome. Cuando mis ojos se adaptaron a la oscuridad, vi que estábamos parados al filo de un precipicio donde se suponía debía estar un puente.
—Coño’e su madre ese viejo.
Fue lo único que dijo. Estaba fúrico. Nos montamos en el carro, dio la vuelta en «U» y empezamos a bajar a toda mecha a buscar el ranchito. Ricardo histérico y yo con miedo pensando que nos íbamos a encontrar de frente con la gente del pueblo o que podía pagar con aquel viejo todo lo que nos estaba pasando. Pero escucha esto, Gustavo. Cuando llegamos al tronco seco no había viejo, ni poltrona, ni rancho, ni nada.
DIABLO
que tú me quieres matar
DIABLO
Lelo lelo lela
DIABLO
Y si crees que la cosa se puso rara ahí, espérate. Ricardo se bajó a ver el lugar y lo único que encontró fue una alfombrita de esas que la gente pone en las puertas de su casa para limpiarse los pies, la levantó y luego la tiró al piso asutado. Y entonces se cagó de risa. No sabes el ataque que le dio. Yo me preocupé y me puse a llorar porque sentí, o que estaba loco o que no se estaba tomando en serio lo que nos estaba pasando. Hasta agarré el bastón del carro por si acaso, para tener algo con qué defenderme, pero Ricardo se me acercó, me abrazó y se puso a llorar como un niño. Así, en un segundo.
—Coño’e su madre ese viejo.
Me lo dijo de nuevo y lo repitió ochenta veces más mientras bajamos de vuelta a darle la cara al pueblo. Te va a sonar loco cuando te lo diga, Gustavo, pero ese gesto de Ricardo me quitó el miedo. Dar la vuelta, dar la cara y mentarle la madre a los que nos sembraron los miedos desde niños. Porque la mentada de madre no era para el viejo que nos mandó derechito al puente caído, no. Era para su abuelo que, según entiendo, lo quiso joder dándole su nombre a no sé quién.
Puso la canción de Tito Cortés en loop y no me soltó la mano el resto del camino. Entre risas y lágrimas me aseguró que no había nada que temer, porque nunca ha creído en el diablo.
“La verdad te hará libre”, me gustó que la mentada de madre y encarar les quitara el miedo, porque al final, decir la verdad es liberador.
Que buena historia de tu abuelo y del infierno que imaginaste en la carretera.
Gracias por leerlo y llegar hasta el final 🙂