El narrador de este cuento pasará sus últimos días en compañía de un peculiar inquilino.
I.
Ten cuidado si decides alquilar una habitación de tu casa, me dijeron. Cualquiera se puede aparecer. Yo, más que a extraños, miedo le tenía era al desahucio y al daño mediático que un eventual desalojo causaría antes de la publicación de mi gran novela, así que no me eché para atrás el día que abrí la puerta y vi que mi candidato a inquilino era un fantasma.
Se llamaba Práxedes algo. Su apellido era y es irrelevante. El asunto es que, lejos de intimidarme su presencia, lo invité a pasar. Yo, antes de ser novelista, había escrito tantas crónicas en tinta roja que ya nada encontraba espeluznante. Sí, ante mí tenía a un muerto, pero es que a simple vista apenas aparentaba estarlo. Práxedes no traslucía, ni flotaba. Tampoco estaba cubierto por un halo, ni nada. No hablaba raro. No alargaba las úes. A todos los efectos, parecía un tipo común. Uno que respondió satisfactoriamente todas mis preguntas de evaluación. Esas que recomiendo a todo propietario hacerle a sus potenciales inquilinos. No traería gente a casa, ni espectros, apariciones o espantos. No tenía mascotas, ni mobiliario. No era fumador. No estaba en listas estatales de morosos, ni tenía antecedentes penales. Ahí titubeó y añadió que dejaba a mi criterio el considerar si contaba ser un alma en pena. El único bemol en su sinfonía de respuestas fue el asunto de sus ingresos monetarios, nulos, y su forma de pago, complicada.
Fue sincero. Con su defunción daba por sentado el fin de su modesto contrato laboral en una fábrica de ruedas para radiadores móviles. Solo disponía de su última nómina, pero me recomendó actuar de inmediato para sacar sus fondos de ahorro antes de que el banco congelase su cuenta. Le cuestioné, como de seguro lo harás leyendo esto, que por qué no iba a por el dinero y regresaba. Resultó ser que no todos los fantasmas pueden mover objetos. Así fue que caí en cuenta de que Práxedes no había tocado nada. Permanecía de pie. No había estrechado mi mano al saludarme, ni llamado al timbre (supuse que ambos compartíamos la virtud de la puntualidad y llegamos a cada lado de la puerta a la vez). Práxedes ofreció hacer una transferencia online y yo estuve a punto de pedirle que me dictara los datos de acceso a su cuenta corriente.
Lo miré con desconfianza y le pregunté cuándo y cómo había muerto.
No lo recordaba. Solo sabía que esa misma mañana despertó en un descampado y se puso a caminar hacia mi casa porque presentía que tenía la entrevista conmigo. No podía tocar nada, pero sí pisar… Sí. Me reconoció que sonaba muy raro todo. No me supo explicar cuándo se percató de que estaba muerto. Y yo no tuve valor para decirle a su fría cara que, ahora que sabía que era un espectro, tenía toda la pinta de haber sido asesinado. Y con un crimen de por medio la policía de seguro estaría ya esnifando su cadáver.
Para él era todo tan novedoso como para mí. Ninguno había interactuado antes con otros entes del más allá. Me animé entonces a preguntarle si tenía una cuenta pendiente. Porque así funciona lo de ser fantasma, ¿verdad? Mi consulta lo descolocó. Y en su incomodidad encontré la afirmación a mi duda.
Práxedes y yo permanecimos un instante en silencio. Él con su asunto sin resolver y yo con la mundana gestión de conseguir dinero antes de que el banco y la policía viniesen a derribar mi puerta. No me juzgues. Lo mío era urgente. Él tenía la eternidad para llenar su laguna espiritual.
De pronto, rompió el silencio para proponer un trato de ayuda mutua. Así como cuando una persona pierde la vista y desarrolla el oído, ahora estoy seguro de que Práxedes contaba con un sexto sentido. Sí, vi la película, pero no tengo tiempo para idear una frase mejor. Nunca tuve oportunidad de consultarle directamente, pero sé que Práxedes poseía una intuición sobrenatural. Me dijo que desde el primer instante en que me vio sintió que me hallaba en apuros. Señaló a mi máquina de escribir cubierta de polvo y me dio permiso para narrar su historia. Hasta título tenía. Mi roommate es un fantasma. Por lo visto, también compartíamos el delirio de ser autores de best-sellers.
Como no sabíamos por dónde avanzar, acordamos ir al revés y seguir el rastro de su dinero. Si trabajaba con contrato indefinido, es muy probable que su empresa le tuviera un seguro de vida. Y bien, pues alguien iba a cobrarlo.
Nunca pensé que tendría oportunidad de escribir la siguiente oración: Mis años de jugar a la OUIJA dieron frutos. Práxedes no recordaba nada, porque no tenía cerebro ni recuerdos alojados en él. Todo le llegaba por sensaciones según yo le hacía preguntas y más preguntas. Él no tenía familia, pero sentía que había vivido con una mujer. Comenzando desde la A, le leí la lista de una web para escritores con poca imaginación para inventar nombres femeninos y, con la garganta agotada, llegué a la S.
En lo que pronuncié el nombre, su cara cambió.
II.
Práxedes me convenció de ir a buscar a Sabrina.
Sabrina Bassene.
La mujer que él creía que había sido su pareja fue mi ex de la época de universitario.
Vaya por dios.
Por supuesto, ella no reconoció mi nombre ni le sonó mi voz. Pero el faux pas telefónico se desvaneció apenas le mencioné que era un escritor de prestigio. Entonces, me citó esa misma noche en el bar del rooftop más inn.. aunque más out para mis desvaídos ahorros.
Práxedes me acompañó. Temía quedarse solo y desaparecer (algo que no sucedió esa noche). Y a ambos nos picaba la curiosidad de comprobar si alguien más podía verlo o sentirlo (cosa que tampoco pasó).
Sabrina llegó tarde y se me abalanzó encima, frotándose sin decoro. Práxedes cerró los ojos. Ella dio un paso atrás y me escrutó al completo.
—Nunca cambies, Sabrina Bassene —le dije con una ironía que no percibió.
—Pues vaya que tú —replicó dejándome de piedra, —Don Felipe Peñalver Beristain-Montenegro.
No había escuchado esos apellidos desde que me los cambié por mi seudónimo de escritor.
Sí, Calixto Caldevilla siempre me sonó más accesible. Más a calle. Menos a palacete del siglo diecinueve.
Un camarero nos trajo sendos vinos y se marchó. Ella y yo continuamos.
Sí, con razón no había encontrado ni un solo libro mío online. No, no tenía planes de cambiarlo. Tampoco estaba de acuerdo en que fuese una ordinariez. Vale, me podía llamar Felipe, aunque yo prefiriese Calixto.
Práxedes se posó detrás de Sabrina Bassene y me gesticuló, recordándome el propósito de la reunión. Por supuesto, ella no lo vio, pero sintió frío. Lo sé porque fue ahora mi mirada la que escudriñó sin decoro.
Unas copas más tarde agotamos las respuestas superficiales. Ella se excusó un instante y Práxedes me reclamó que por qué no le había interrogado nada sobre su seguro de vida. Le respondí lo primero que me pasó por la cabeza. Todo a su momento, o así. Algo que usé de puente para pedirle que se fuera, que algo estaba por pasar y no quería que él lo viera. En resumen, que me dejara a solas con ella. Vaya que si se ofendió. Sabrina Bassene era SU pareja. El alcohol me dio libertad para ignorar sus celos. Se supone que lo fue hasta que la muerte los separó.
Esa noche no lo volví a ver.
Sabrina Bassene regresó del servicio. Con los labios retocados en carmesí me invitó a terminar la velada en su casa.
III.
Bajo el sol del mediodía me encontré caminando por un descampado. Miré hacia abajo y me vi dar pasos sobre el suelo. Busqué mi teléfono pero no sentí el bolsillo. Ni el teléfono. Ni nada.
No podía tocar nada.
Coño.
Al llegar a casa, Práxedes abrió la puerta. Sin reparar en mi estado, me exigió una explicación. Yo iba a decirle que en efecto le pregunté a Sabrina por él, pero no me quiso escuchar. Se dirigió hasta mi máquina de escribir y le dio una patada colosal. Y, con eso, según él, quedamos a mano. Bravuconada de fantasmón…, qué te puedo decir.
Intenté sentarme, pero mi forma de cuerpo pasó de largo del sofá y cayó en el suelo. ¿Por qué no podía palpar nada salvo el piso? ¿Por qué Práxedes hoy sí podía patear mis herramientas de trabajo?
Estuvimos otro rato en silencio. Yo ensimismado en mis preguntas, hasta que Práxedes se comunicó conmigo sin hablar.
—Ya está —me dijo—. Si ella te dijo que no fuimos pareja, no fue. Le creo. ¿Qué necesidad tendría de mentirte? Además, poco importa mi seguro de vida ahora que tenemos una inquietud mucho más gorda. Vayamos juntos a visitarla y averigüemos por qué nos mató.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —le respondí con mi (¿puedo decirlo?) sexto sentido.
Me hizo saber que mi sensación de vacío pasaría. En cuanto superara mi ansiedad por querer sentir, no ya una extremidad, sino todo un cuerpo fantasma, asimilaría mi capacidad de vislumbrar las verdades del mundo. Y fue escucharlo y saber que fue ella. Mi vena de escritor tomaba las riendas de mi desasosiego. Estábamos los tres metidos en un relato redondo en el que no cabían más personajes. ¿O sí?
Sabrina Bassene nos había asesinado.
Pero, ¿por qué?
Llegamos hasta su casa. Ella no estaba. Práxedes fue directo a su armario y abrió un cajón lleno de lencería. Intenté abofetearlo, pero seguía sin poder tocar nada que no se llamase suelo y mi otrora mano voló a través de su cabeza. Le pedí que se controlara.
—Si nos ha matado —reflexionó—, y suponiendo que solo a nosotros dos… ¿Se le puede considerar una asesina en serie?
Cerró la gaveta y la puerta del armario. Leyó mi intuición y encendió el aparato. Mientras navegaba, continuó flotando por su corriente de pensamiento.
—Si Sabrina sigue un método desde que me ejecutó, ¿la podemos llamar serial killer desde su primer crimen?, ¿a cuántas personas tiene que matar para optar a la categoría de «en serie»?
—¿Tres? —pregunté.
No era la respuesta que buscábamos, pero sí la pista que nos llevó al final de este cuento.
IV.
Acordamos no buscar venganza. Temíamos que nos condujese a un limbo de pena en este mundo. Y yo no es que te recomiende estar muerto, pero si tengo que nombrar una ventaja de este menester, es sin duda lo nimio que percibo cualquier problema terrenal.
Nuestro propósito fue trabajar juntos para que Sabrina Bassene no matase nunca más.
La esperamos hasta que llegó de la calle. Sin quitarse el abrigo, se echó en la chaise longue a ver perfiles de hombres en una aplicación de citas. Deslizó a la izquierda una y otra vez hasta llegar a un tal Auxibio.
Práxedes y yo, Calixto Caldevilla, compartimos una mirada cómplice, convencidos de haber descubierto el móvil de nuestra estimada homicida. Sabrina estaba matando a tipos con nombres de viejo. Y que tuvieran la letra equis.
Morir para contarlo, como quien dice.
Esa noche, el inadvertido Auxibio se apersonó a la cita con su destino. Sabrina sirvió un plato de sopa de letras. Al verlo, Práxedes se transparentó. Ambos supimos de inmediato que así era que había muerto. Envenenado.
Ofuscado, se abalanzó sobre la sopa y movió las letritas de pasta hasta formar un mensaje para Auxibio: no vever.
Lo último que pude comunicarle a mi colega espectral fue un regaño por su mala ortografía.
Auxibio salió despavorido, no sé si por lo infantil de la cena, o por el mensaje de la sopa. Digamos que su pusilanimidad jugó a su favor y se salvó.
Casi en simultáneo, Práxedes se transparentó hasta desvanecerse en paz.
Último.
¿Y por qué yo no también?
Sentí un torbellino de emociones. Bueno, un torbellino de miedo por quedarme solo entre dos mundos.
Mi miedo y aversión fueron tan intensos que intenté escudarme tras mis preocupaciones mortales.
Invoqué el miedo al desahucio.
Nada.
Evoqué el miedo al daño mediático que ese eventual desalojo causaría en mi carrera.
Nada.
Poco me importó ya mi gran novela. Solo relatar esta historia y salvar a los Euxiquios, Exuperios, Frumenxios, Teolixtos, Ursixios, Xurxos y cuantos otros tengan nombres de viejo con letras equis.
Así fue como encontré la vía para mover objetos, levantar del suelo mi pateada máquina y sentarme a escribir estas palabr
Interesante que la asesina en serie tuviera sus “expedientes X”
Busqué en internet cuantos asesinatos hay que tener encima para considerarse “un asesino en serie” y sorprendentemente son al menos 3 en intervalos de tiempos distintos.
Me encantó. Divertido, Karmático y circular.