Había una vez
...muchas maneras de echar tu cuento
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El otro Hijo Pródigo (vamos a ver por quién matas al borrego más gordo)

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Muchos conocen y practican la enseñanza de la parábola del hijo pródigo. Muchos, menos su hermano mayor.

Por Fabiana Ortega Domínguez
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Nota al lector:

© Copyright del ordenamiento, comentarios y notas de la edición Aramea, Lucas diez años después de Cristo.
Traducción directa de los diálogos, del Arameo al Castellano: José Luis Etcheverry.
Asesoramiento: Santiago Dubcovsky y Jorge Colapinto.
 © Copyright de la edición castellana, 2023.

Lucas 43, 123-132:

Famosa se hizo la historia en Arimatea, de cómo el padre recobra a su hijo pródigo, aquella gloriosa noche que regresó, pero poco se había dicho del otro hijo. Aconteció que Rafaelus, el hijo mayor de su padre, turbado por la falta de reprensión de las acciones de su hermano Francisco, le tocó en infortunio buscarle las mejores túnicas para cubrirlo, las mejores sandalias para calzarlo y proseguir al sacrificio del cabrito capaz de saciar de hambre al pueblo entero. No entendía por qué, no habiendo desobedecido jamás a su padre, nunca había contado si quiera con medio borrego para gozarlo con sus amigos. Vituperando a su hermano pensó para sí:

—Este pajúo va, se bebe y se rumbea todo el dinero de la herencia, regresa como si nada y aquí uno como un huevón al lado de papá trabajando de sol a sol y aún así, el mamagüevo este es el predilecto. ¡Nooo, sí! Me sobrepasa.

Sobrecogido con rencor, de igual forma Rafaelus hizo lo encomendado, ya que era un designio parental. Acaeció la fiesta, pero no quiso participar.

Decidió, en cambio, aventurarse al bar del pueblo. Quizás para enderezar con alcohol los caminos torcidos. Alcanzó a su oído la salutación de un par de amigos:

—¡Rafa! ¡Mi pana! ¿qué haces aquí, marico? Ya te hacíamos en la rumbota pa’que tu papá.

—¡Noooo, caballo! —contestó Rafaelus—. Allá ellos, déjalos ahí quietecitos, que se gasten más real de la herencia. Papá está muy ocupado picándole una torta al becerro e’mi hermano, déjalo así.

—¡Verga, lacra, nagüevoná! ¡Tás como ardido! —observó uno de sus amigos.

—Bueno, ¿tú qué crees, huevón? ¿Cómo te sentirías tú? Yo me parto el lomo haciendo todo lo que el viejo me pide, pero el otro… ah, ¡el otro no! Ese es burda e’cómodo, pidió su parte de la herencia y ¿qué hizo? Se la tomó y se la gastó en batitubos. Luego llega pelando bolas, una lloraíta, una vaina y ¿ya? ¿Listo? Tremenda fiesta pa’ él ¡que manguangua! ¡Así cualquiera, pana! Así cualquiera.

Uno de los amigos con una bebida de cebada en la mano prosiguió:

—Bueno, la verdad es que Francisco siempre ha sido un hijito-e-papá, pero no te lo tomes personal pana, haz tu vaina, «haz el bien y no mires a quien» como dice el apóstol este de Judea, Miguelangelanda.

Agravado, Rafaelus, contestó:

—Sí claro, es fácil pa’ ustedes decirlo, ¿pero quién es el huevón que tuvo que ir corriendo a matar la peazo e’cabra? ESTE-BAN de Jesús.

—Chamo, revísate eso, yo creo que tu peo va más allá de la herencia, yo creo que tu tienes senda culebra con tu viejo, estás loquito porque te pare bolas —sentenció su amigo, el campesino.

Tomaron y comieron todos del menú del bar. Aunque Rafaelus había redimido algo de sus penas con sus amigos, no paraba de pensar en eso que le habían dicho:

—¡De bolas! ¿Quién no quiere que su viejo le preste atención?

De camino a casa y guardando la vigilia de su noche, pensó en hacer algo que finalmente hiciera que su padre lo notara. Que promulgara el arrepentimiento del padre por no haberlo tomado en cuenta:

—¡A ver ahora a quién van a extrañar! ¡¿A quién le van a matar el borrego?! ¿Ah? ¿A quién?

Levantándose el alba, mientras todos se encontraban en reposo por las festividades de la noche previa, Rafaelus se coló en la habitación principal y extrajo del escondite unas monedas de oro correspondientes a su parte de herencia. Se vistió con buenas telas, se calzó y portó un anillo de lujo en su dedo anular. Anduvo en marcha el plan para verse extrañado por su familia:

—¡Me voy pa’l coño! ¡Que me busquen!

El pueblo se cubriría en sombra, pensaba Rafaelus. Como no había asistido a la fiesta de recibimiento de Francisco y habría partido por tres días, pasados los cuales, todos se preocuparían. Nunca había faltado a sus labores o irrespetado los días del Señor, no habría de otra sino pensar lo peor. Su padre lo guardaría en su corazón por días, acontecerían brigadas de búsqueda incansables hasta encontrarlo. Bienaventurado sería el momento del reencuentro. Una fiesta, con el mejor vino, el mejor pan y, por supuesto, se sacrificaría al mejor cabrito para enaltecer el alma de los reunidos.

—¡Es más! A mí no me van a matar un cabrito, ¡me van a matar dos! No uno, ¡dos! Sin mí, el rancho se cae a pedazos, ahí papá se va a dar cuenta cuál es el hijo que realmente importa, ¿el mariquito de las putas o el que se mama el granero todos los días? Aaaah! Te quiero ver, huevón, ordeñando las vacas, ¡ordeñameste, poes!

Emprendió rumbo y, cavilando esta idea, caminó por horas. Cada paso le reafirmaba su decisión y se regodeaba pensando en el dolor que le daría a su padre y todo el amor y afecto que recibiría con su irreprensible encuentro.

Finalmente llegó a unas rocas que formaban una suerte de cueva y pensó que sería el escondite perfecto para así librarse un poco del sol inclemente del desierto. Se había llevado un poco de agua en un cuenco de barro, un poco de pan, un carboncillo y un pergamino para dibujar y entretenerse.

No hizo falta dibujar, la sola idea de la fiesta en su honor fue regocijo suficiente. Su padre vería la bajeza de Francisco y encaminaría el paso hacia su verdadero siervo, su hijo mayor. Pensaba en la celebración y vino a su mente la cara de Ruth de Arimatea, de la clase de Abías. La invitaría a bailar, a aquella mujer que aún no había conocido varón, y la joven no tendría otro remedio que caer seducida en los brazos del gran agasajado. No se había atrevido a hablarle hasta el momento, pero ahora la oportunidad estaría servida:

—¡Es que le traigo un queso!

Hubo en las horas, hasta que el agua del cuenco se acabó. No había dibujo alguno y menos ahora que el sol se estaba ocultando. Casi un día entero había pasado sin que ocurriese nada. Decidió echarse a dormir para que la espera por su rescate fuese más cómoda.

Lo despertó el sol sobre su mejilla y se halló en el mismo lugar en que empezó. Sentía un rencor en su garganta, en parte por el llanto reprimido y en parte por la exposición al frío de la intemperie. La duda llegó a sí, ¿por qué hacer lo que no es lícito?:

—¿Dónde coño está mi papá?, tengo todo un día aquí en la pista y nada que se escucha. ¿Será que la cagué?

Se levantó a admirar el pueblo sobre la cuesta.Luego de la duda, optó por edificar su futuro:

—Marico, tengo que hacer que las cosas pasen como dicen los coaches. Si me quedo aquí varado se me congela el culo y no hay tiempo que perder.

Pensó prudente simular un robo. El dramatismo era necesario como coadyuvante del plan. Se rasgó las vestiduras y, empuñando la rabia, se golpeó la cara con la ínfima promesa de la lástima. Rápidamente se dio cuenta de lo pobre de su estrategia.

A lo lejos, reconoció a un pastor del pueblo que había sacado al rebaño a pastar. Sorprendido por su arribo a esas horas, corrió tras él mientras vino a su mente una idea, porque había aparecido en su camino casi como un designio divino:

—¡Marico!, ¿cómo andas? Chamo, necesito un favor. Urgente. Vas a pensar que estoy sollado, pero… ¿Me puedes caer a coñazos por fa?

El amigo con oveja en mano lo vio perplejo y sólo alcanzó a murmurar:

—¿Qué?

—Sí, sé que suena muy loco. Pero te puedo pagar, huevón. Yo te pago y tu me das una coñazita. Nada grave, tampoco me vas a volar un diente, pero un ojo morado por aquí, un rasguño por acá, me es suficiente —insistió Rafaelus.

A lo que consiguió oír:

—Marico, anda a dormir —y el compañero se fue a su jornada habitual.

Esta parte del plan había fallado, al igual que todas las demás hasta ahora. Como era un hombre de temple, decidió proseguir con su faena de daño autoinfligido. Cuando todo lo hubo hecho, haberse despeinado y herido, decidió aventarse cuesta abajo y bajó todo monte y collado. Dando vueltas como su dignidad.

Ahora si estaba magullado. Tendido en el suelo, con las monedas esparcidas, el cuenco roto, acaecido de dolor, se quedó un rato inmóvil.

—Verga, ¿dónde coño cogió mi papá? ¿Será que agarraron al sur? ¿Le habrá dado un infarto al viejo por no saber de mí? Y yo aquí como un gafo, buscando lo que no se me ha perdido.

Maravillado por continuar en la gracia de Dios, agradeció seguir con vida y reflexionó que ya era momento de volver. De pronto, a medio desfallecer, sintió el escozor intenso, no de la culpa en su corazón si no de la mordida penetrante y súbita de una víbora.

—¡El Coñísimo de la madre! —Gritó Rafaelus ante tan inesperado giro de eventos.

Debía tomar una decisión y pronto.

—Ahora sí me jodí en serio, tengo que coger pa’ que Salomé la curandera pa’ que me ponga el patuque ese verde que le puso a David que le salvó el brazo.

Nada como el sol y la sed para hacer, de un siervo, un soliloquio. Lo único que le albergaba consuelo era la idea de Ruth de Arimatea, impresionada ante las historias heroicas y estoicas que estaba por contarle cuando se hiciera la juerga.

—Me va a ver como el más vergatario —reflexionó.

Apartándose un poco de sus pensamientos, como pudo se levantó. Volvió a calzarse con la única sandalia que encontró y del polvo se sacudió.

—Arde que jode esta vaina, culebra malparida. Bueno, pa’lante, pa’l pueblo de regreso.

Como Dios a nadie desampara, a lo lejos vio un grupo de hombres sobre camellos y provisiones. Ya no sabía si se trataba de una visión sin objeto por el veneno o si aquello era la prueba consciente de la extensión de la mano del Señor. Como pudo les silbó, avivando sus esperanzas de un regreso a casa más amigable. Habiendo los hombres de negro acercarse al héroe, le replicaron con fervor:

—Esto es un quieto, menol.

 Hubo silencio, mientras Rafaelus sentía su zona perianal constreñirse acorde a las circunstancias.

—Aquí no hay güiro, hermano. Danos el anillo y las lucas que cargues y nos piramos. Si tu nos ayudas nosotros te ayudamos.

—¡Verga, mi herencia! —Pensó Rafaelus, mientras les ofrecía su patrimonio sin titubeo.

—¿Y sabes qué, Sifrino? Pasa pa’cá la chola también.

Los sujetos, celebrando el motín, hicieron que los camellos anduvieran en dos patas y se fueran a gran velocidad, dejándolo en medio de tan áspero allanado. Arrastrando el tobillo herido y rumiando insultos para aquellos que lo despojaron de sus pertenencias, empeñó el camino a casa.

—Lo material se recupera —repetía como un mantra para calmarse—. El tiempo de Dios es perfecto —era su himno motivador.

Ya no supo cuántas lunas recorrió para llegar a casa, hasta que finalmente vio la entrada de su pueblo natal. Vislumbraba el espejismo del amor familiar, de la alegría del reencuentro con su justo y piadoso padre. La adrenalina le hizo olvidar el dolor del pie izquierdo, la costilla lacerada de la caída y el ego maltratado del robo. Ya no habría penas que lamentar en el hogar.

—Por lo menos no me comió un coyote —sentenció positivo.

Pero esos aires de grandeza pronto se intercambiaron por incredulidad y desasosiego. No había caballos montados, ni brigadas de búsqueda. Había movimiento en el pueblo, pero la gente no lucía preocupada, sino más bien distraída. Incluso ya algunos lo habían visto, sin alardes o sin pronunciar palabra, ni siquiera por su túnica roída o su pie engrosado.

Conforme se adentraba en el pueblo, observó compañeros cargando barriles de vino, bandejas de frutas y músicos afinando instrumentos.

De pronto, de lejos advirtió a su padre y lo llamó a gritos. Este sin pensarlo corrió a su encuentro. Pensó que la mordida viperina había valido la pena, su padre lucía claramente atribulado de verlo.

—¿Dónde estabas, hijo? ¡Te he estado buscando por todas partes!

Estas palabras fueron mieles para sus oídos. Justo cuando estaban por toparse, Rafaelus cayó al piso, en parte por cansancio y en parte por el toque dramático. El padre tomó sus brazos y lo alzó diciendo:

—Necesito que vayas ya al granero y te traigas al último cordero de la camada, búscate ahí la carne más tierna.

Justo con la perplejidad de Rafaelus, por el desconcierto de que el padre le estuviera pidiendo justo a él el cabrito para su propia fiesta. El padre continuó diciendo:

—¡Chacho! ¿Dónde estabas tu metido? ¡Fojjjj! ¡Hueles a mierda!

Rafaelus no entendía nada.

—¡Epa! ¿Tú me estas oyendo? Necesito que te bañes ya porque apestas, rapidito que te necesito en la cocina.

Le iba a explicar todo lo que había ocurrido durante el día.

—Papá, ha sido un día difícil me duele mucho el to…

Lo interrumpió el padre excitado como quien no se aguanta la sorpresa.

—Hay una personita muy especial que quiero que conozcas, para eso tienes que estar bien limpio.

Unos metros más allá, se divisaba la figura de una niña de unos 12 años. Luego de notar claramente a lo que el padre se refería, Rafaelus exclamó:

—Oye papá, pasaron unas cosas de las que necesito hablarte.

El padre, de nuevo, lo interrumpió haciendo caso omiso a sus palabras:

—¿Tú te acuerdas hace unos años que tu mamá y yo tuvimos un temita por otra tipa llamada Martha? ¿Te acuerdas? ¿La tetona que cosía la ropa de la esquina? Bueno nosotros en aquel momento tuvimos una vaina y pues… Martha se desapareció del mapa muchos años.

Rafaelus temblaba porque, aunque no entendía nada, sospechaba de las palabras que su padre estaba a punto de enunciar:

—Hoy es el día más feliz de mi vida —dijo el padre eufórico—. No solamente tu hermano Francisco regresó ayer después de creerlo muerto, si no que hoy, mi sueño se hace realidad. Dios me concedió el milagro y me enteré que tengo una hija, la niña chiquita que siempre quise, tu hermana Fabish de Nazareth.

El protagonista de esta historia no lograba calzar las últimas palabras de su padre y, antes de que le diera la razón para alcanzar a responderle, el padre le dijo:

—Así que ya sabes, hoy se celebra en grande. Tráete el mejor cordero, en honor a tu hermanita. La fiesta más grande, para la mejor noticia.

FIN

2 Comments

  1. ¡Excelente cuento!
    Comienza con mucha solemnidad y el resto es tan inesperado, tan divertido.
    Me gustó mucho la redacción y puedo imaginarme lo difícil de la traducción del Arameo en los diálogos.
    ¡Por más cuentos así!

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