Había una vez
...muchas maneras de echar tu cuento
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El llaverito Cartier

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La superstición lleva a una mujer a tomar una decisión que definirá su futuro.

Mi llaverito es mi espada, mi varita mágica, cuando lo sostengo entre mis dedos soy poderosa, nadie se mete conmigo, todo lo puedo y todo lo sé. Por eso siempre cargo mi llaverito Cartier conmigo, porque es lo único que me protege del mundo. Pero cuando conocí a Julián Manrique, tenía que ser justo ese día, olvidé mi llaverito en casa. Por eso estaba vulnerable y por eso pasó lo que pasó, porque ese día no tenía manera de protegerme.

Teníamos una «cita a ciegas» en el Café de los Artistas. Llevábamos meses chateando por Internet, pero nunca nos habíamos conocido en persona. Yo llegué a la cita primero que él y si la confianza se midiera en peso yo estaba obesa de seguridad en mí misma aquella tarde. Para tener cincuenta y tres años me veía de lo más bien, llevaba puesta mi mejor ropa, mi mejor perfume, y todavía para ese momento creía tener mi llaverito en la cartera. Pedí una mesa para dos. Me senté, saqué el polvo compacto del compartimiento delantero de mi bolso de mano y me retoqué. El mesonero se acercó y me preguntó si quería algo. Le dije que aún no, que esperaba a alguien. Me sentí feliz de poder decir eso. Desde que Juan Andrés me pidió el divorcio, no había salido con más nadie.

Nunca he sido mujer de muchas citas, conocí a Juan Andrés durante nuestro primer año de universidad, estudiábamos en el mismo salón, y me enamoré de sus enormes ojos azules al primer contacto con los míos. Después de nuestra separación, me sentí tan poca mujer que no fui capaz de mirar a los ojos a ningún hombre por mucho tiempo. Hasta que apareció Julián.

Julián era amigo de una amiga en Facebook, también divorciado. Como no tenía que verlo directamente a los ojos y cargaba conmigo mi llaverito Cartier, comencé a flirtear con él como si fuera alguien de otro planeta, como si no existiera el riesgo de tener que verlo a los ojos algún día.

Pasamos meses en una correspondencia electrónica que se hizo más y más íntima con el tiempo. Me metí en un gimnasio, me compré ropa bonita, y hasta me apunté a unas clases para aprender a hacer pan francés. Cuando iba por la calle ya no pensaba que en cualquier esquina podría toparme con Juan Andrés y la secretaria. Ahora salía siempre arregladita porque quién sabe si Julián andaría por ahí, quién sabe si el destino decidía de pronto acelerar nuestro encuentro cara a cara y nos llevaba a los dos al mismo supermercado o al mismo autobús. Por eso siempre estaba arreglada y siempre tenía un caramelito en la boca. A veces era chicle. De canela, porque dicen que es sensual. Sin azúcar, para no perder lo invertido en el gimnasio.

Cuando me separé de Juan Andrés, también me separé de mis hijos, y no porque se fugaran con alguien también, sino porque son gemelos y a los dos les tocó irse a la universidad al mismo tiempo. Yo siempre le tuve miedo a esta costumbre gringa de dejar ir a los hijos cuando todavía no saben ni manejar. Les toca aprender a vivir, a saber cuándo decir sí y cuando no, a estudiar por su cuenta sin mami preguntándoles si ya hicieron la tarea, a limpiar, cocinar y hacer la cama, todo al mismo tiempo. Y a una le toca reaprender a cocinar para una sola persona, a tener la nevera vacía y la casa llena de silencio.

Yo tenía la esperanza de que la partida de los gemelos serviría para acercarnos a Juan Andrés y a mí, pero Juan Andrés ya llevaba rato caminando en dirección opuesta a la mía. Cuando a los tres días de haberse ido nuestros hijos Juan Andrés me confesó lo de la secretaria, de alguna manera creo que no me sorprendió.

Da igual si no te quiere porque quiere a otra, a otro o a nadie, lo que duele es que ya no te quieran, lo demás es accesorio. Que te lo esperabas, que siempre lo sospechaste, que sabías que tarde o temprano pasaría, que a todas tus amigas les había pasado, que qué hiciste mal, que si dejaste de comprarte pijamitas sexys y eso fue lo que lo enfrió, que si has debido controlar más tus arranques de mal humor, nada de eso importa, son todos pensamientos inútiles ante el vacío de lo irreversible.

Juan Andrés se fue de la casa el mismo día que me soltó la bomba H en mi propia sala de estar, y yo me quedé en ese universo de cuartos vacíos y closets con demasiado espacio que alguna vez había sido mi hogar. En un principio, hasta disfruté de la libertad de poder no bañarme en tres días si así me apetecía, de no tener que vestirme ni tener que cocinar. Pero poco a poco, las horas comenzaron a hacerse eternas, pesadas, infranqueables. Ahí fue cuando empecé a bañarme tres veces al día, a meterme en cuanta actividad encontré y a revisar mi cuenta de Facebook por lo menos cada media hora, cualquier cosa con tal de llegar al final del día con la sensación de haber estado ocupada, con tal de engañar al tiempo haciéndole creer que no me alcanzaban las horas.

Así se me fueron tres años, sin yo tener tiempo de darme cuenta de que las cosas nunca serían iguales y que mi vejez ya no sería como la había imaginado, con mi marido envejecido y nuestra casa atiborrada de amigos, hijos y nietos. No, mi futuro ahora no podía ni quería imaginármelo, porque cada vez que lo intentaba, cada vez que un brochazo de futuro se asomaba por mi mente, lo que me mostraba era una vieja sola, triste, aburrida, con ganas de morirse, pero sin el valor de hacerlo por su propia cuenta.

Pasaba tanto tiempo metida en Facebook que me sabía de memoria las páginas de mis hijos. Sabía dónde Juan Andrés y la secretaria habían estado los últimos fines de semana y hasta me conocía de memoria a los amigos de mis amigos. A Julián Manrique lo había visto varias veces por allí en fotos de conocidos, pero no había reparado en sus ojos grandes –de esos que me gustan a mí– hasta que me pidió como amiga. Recuerdo que tenía mi llaverito Cartier en la mano cuando Julián me escribió por primera vez, y me pareció de buen augurio aquella coincidencia.

Mi llaverito Cartier ha estado conmigo en los momentos más significativos de mi existencia, pero su historia no tiene el enigma ni el misterio de las historias de amuletos. No me lo entregó una anciana hechicera ni lo encontré en la tumba de una momia maldita. La historia es más sencilla y bastante más aburrida. Tenía diecisiete años y me había saltado una clase para quedarme leyendo mi libro favorito en los jardines de la universidad –releía por tercera vez el manual de metafísica de Connie Méndez–, pero el sol se reflejaba en un objeto olvidado en la grama cerca de mí, y no me dejaba concentrarme. Me acerqué para recogerlo y botarlo, creyendo que sería alguna basura, pero, cuando lo levanté, vi que era un precioso llaverito de plata con el inconfundible sello Cartier. Decidí apropiármelo y, aquí viene la parte sobrenatural de la historia, la parte metafísica, diría yo más bien. Apenas me metí el llaverito en el bolsillo, escuché la voz de Juan Andrés a mi espalda. Y, milagro de milagros, era a mí a quien estaba hablando. Por primera vez desde que entramos a la universidad, me hablaba aquel muchachote de ojos grandes que tanto me gustaba y, para mi incredulidad, lo hacía para invitarme a tomarnos algo en el cafetín.

Después del guayoyo más sabroso de mi vida, no me quedó ninguna duda. Ese llaverito Cartier me lo había enviado algún ser de luz protector para que me guiara por el buen camino. El llaverito había sido y seguiría siendo, de allí en adelante, mi amuleto de la buena suerte. Desde entonces no me ha abandonado. Lo apreté en mi mano izquierda en todos los exámenes que me ayudaron a graduarme, lo llevé a la entrevista en la que obtuve mi primer y único trabajo en una editorial de libros para niños. Me lo metí en el corsé el día de mi matrimonio, me aferré a él durante todo mi embarazo y hasta en la firma de los papeles del divorcio lo llevé conmigo para que me diera fuerza.

¿Cómo pude olvidarlo justo el día de mi primer encuentro con Julián Manrique? Llevaba diez minutos esperándolo en el café de los artistas cuando me entraron unos nervios que no sentía desde que era adolescente. Para tranquilizarme, abrí mi cartera buscando mi llaverito Cartier. El corazón me dio un patadón de penalti en el pecho cuando no lo encontré en su bolsillito acostumbrado. Como si fuera una película, se proyectaron en mi mente las imágenes de la noche anterior: lo había sacado del bolsillito de la cartera cuando me había sentado a chatear con Julián a eso de las ocho de la noche y a las once, cuando decidimos –por fin– vencer nuestros temores y cuadrar un encuentro para el día siguiente, me comenzaron a sudar tanto las manos que al terminar nuestro chateo fui directo a lavármelas y, con mi mente tan ocupada en la locura de tener una cita con un hombre que no fuera Juan Andrés, dejé el llaverito olvidado al lado de la computadora.

Allí sentada en el café, me sentí como en esos sueños donde todo el mundo está vestido y una es la única que no lleva nada de ropa, ni una pantaletita, nada. Y al comienzo del sueño vas tranquila por la calle, todo el mundo te mira y tú te sientes que estás bellísima y de pronto te das cuenta de que andas como te trajo Dios al mundo y para más desgracia tienes una presentación importante y no te da tiempo de ir a vestirte. En ese momento te despiertas. Pero yo no estaba en un sueño y no sabía cómo despertarme.

Las señales del universo son inconfundibles cuando sabemos descifrarlas, y no tener el llaverito Cartier en mi primera cita con Julián Manrique era muy, pero muy mala señal. Nunca antes en la vida había olvidado mi llaverito Cartier. Este descuido no podía ser coincidencia. El universo me estaba tratando de decir algo, pero yo no sabía exactamente qué. ¿Para qué me había entonces acercado a Julián Manrique si luego quería evitar nuestro encuentro? ¿Será que Julián sigue casado? ¿Será Julián el asesino de señoras que la policía lleva tres años buscando? ¿Qué lección debía yo aprender de todo esto?

Tenía muchas dudas, pero también tuve una irrevocable certeza: mi llaverito Cartier me estaba protegiendo de alguna desgracia al haberse escondido de mi vista en la mesa de la computadora. Supe que me tenía que ir antes de que Julián llegara. Supe que, por mi propio bien y quien sabe si hasta el de Julián, debía cortar toda comunicación con ese hombre que el destino me señalaba como prohibido.

Tomé mi cartera, dejé un billete en la mesa y me fui sin esperar el vuelto. Vi a Julián de lejos cruzar la esquina y caminar en mi dirección y me escondí en una tienda de ropa para dejarlo pasar sin ser vista. Esperé detrás del maniquí hasta que Julián entró al Café de los Artistas y, cuando estuve totalmente fuera de su vista, retomé el camino a casa. Llegué con el corazón acelerado temiendo que la memoria me hubiera fallado y temblando ante la posibilidad de que mi llaverito Cartier se me hubiese perdido para siempre, pero me volvió el alma al cuerpo cuando lo vi allí, brillante y pequeñito, en la mesa de la computadora, exactamente donde recordaba haberlo dejado. Lo tomé entre mis manos y de nuevo fui feliz. Julián me llamó y me escribió varias veces, pero nunca le respondí. Con el tiempo acabó por desaparecer, pero ni falta que me hace. Ya nunca me siento sola desde que sé que mi llaverito Cartier es una compañía que nunca me va a fallar, que no se va a ir con una secretaria ni me va a asesinar cuando estoy dormida, que está conmigo en las buenas y me protege de las malas. Así ha sido siempre y así lo será. Cuando me muera, solo espero que me entierren con mi llaverito Cartier.

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