Historia del desencuentro entre una idea con poca paciencia y un escritor con poca disciplina.
La idea se le apareció en forma de hombre. Un ser humano perfectamente proporcionado, de unos 40 años de edad, pero de apenas 15 centímetros de estatura. No era la primera vez que una voz lo despertaba poco antes del amanecer para susurrarle un cuento que lo obligaba a levantarse, aún medio dormido, a buscar papel y pluma, pero sí era la primera vez que esa voz tenía cuerpo y rostro. Hasta aquella mañana, Adolfo había creído que esos susurros provenían de su interior o que, si acaso existía eso que los griegos llamaban musa, esta sería una especie de deidad, una Michelle Pfeiffer en miniatura, y no este ser insignificante de traje y corbata que solo se distinguía de sus compañeros de oficina por su diminuto tamaño.
Adolfo Rengada creía ser escritor, o al menos esa era la profesión con la que llenaba el espacio en blanco de las planillas que quisieran conocer su oficio. Sin embargo, nunca había publicado una letra y sólo escribía durante los veinte minutos que le quedaban libres después del almuerzo. Eso sí, esos veinte minutos eran sagrados. No había reunión, almuerzo de oficina ni despedida de colega que lograra distraer a Adolfo de su horario de escritura. Lunes a viernes, de doce y treinta a doce y cincuenta. El resto de las horas del día, Adolfo las dedicaba al departamento de finanzas de una compañía de cementos, en un cargo que ni él ni sus jefes sabrían describir. Sus funciones cambiaban semanalmente y variaban desde hacer proyecciones sobre el futuro económico de la empresa hasta la organización de la fiesta de navidad del departamento. A sus cincuenta años, eran pocos los recuerdos que tenía fuera del inmenso edificio de concreto donde pasaba sus días. Apenas terminó la universidad, comenzó a trabajar en la cementera y nunca se le había ocurrido que cambiar de empresa pudiese ser una opción. Tampoco pensó que no casarse o no tener hijos fueran posibilidades en esta vida y, sin mucho amor, seguía manteniendo a dos hijos y una mujer de los que en realidad poco sabía.
El ideo, como comenzó a llamarlo Adolfo por tratarse de un pequeño hombre, estaba sudado. Contrariamente a como uno podría imaginar a un duendecillo de la imaginación, alegre y relajado, este se veía bastante estresado. Podía volar, a pesar de que no se le veían alas y revoloteó como una mosca alrededor de la cabeza de Adolfo hasta lograr que despertara por completo.
Nunca había llegado Adolfo a tiempo para anotar las ideas que lo despertaban. Cuando al fin alcanzaba un cuaderno o algún pedazo de papel, la voz solía desaparecer, junto con cualquier recuerdo de lo que pocos minutos antes le había parecido una genialidad. Pero, esta vez, el ideo esperó hasta que Adolfo encontró donde escribir y, caminando sobre su hombro derecho, comenzó a dictarle. Las palabras fluyeron de la pluma de Adolfo como nunca antes. Las hojas del cuaderno se llenaron una tras otra de letras, tomando poco a poco la forma de lo que prometía ser una obra maestra. Y entonces sonó el despertador.
Fiel a su rutina diaria, Adolfo dejó la pluma y, a pesar de los reclamos de su incrédulo ideo, se metió a bañar. El ideo chilló, pataleó, gritó, le suplicó que se tomara el día libre, que ese cuento necesitaba ser terminado cuanto antes, pero para aquel hombre de ocho a cinco, el sentido del deber era más fuerte incluso que una aparición divina. Adolfo le explicó al hombrecillo que, si quería terminar de dictarle el cuento, tendría que esperar hasta después del almuerzo, que era su momento del día para escribir. Así había sido siempre y así seguiría siendo.
Con aquel minúsculo hombre sentado en su hombro, Adolfo se vistió, desayunó con su mujer y sus hijos sin que estos notaran la extraña presencia, y salió de su casa rumbo a la oficina. Tomó el mismo autobús de todas las mañanas, llegó a la misma hora de siempre y, con su duende de traje y corbata a cuestas, trabajó desde las ocho hasta las doce. El ideo se mantuvo callado. Adolfo apuró su almuerzo, se aflojó la corbata, abrió un documento en blanco y, a las doce y treinta en punto, se dispuso a escuchar el dictado de su nuevo compañero. Pero la voz del ideo nunca llegó. Cuando miró sobre su hombro, el pequeño hombre había desaparecido. Desesperado, Adolfo buscó en todos sus bolsillos, se palpó el cuerpo entero, abrió cada una de sus gavetas. No halló ni rastro del ideo. Trató de recordar cuándo había visto al hombrecillo por última vez, pero no logró ubicar el momento en los archivos de su memoria. Recordó que había ido al baño en un par de ocasiones durante la mañana y pensó que seguramente entonces se habría perdido su amigo.
Salió de su oficina y, cuando iba por el pasillo rodeado de cubículos vacíos, escuchó la risa. Era una risa de mujer. En el piso solo había cinco mujeres, y todas solían almorzar juntas en la sala de conferencias del piso de abajo. Era extraño que una de ellas quedara rezagada. La volvió a oír, esta vez más fuerte. No le hizo falta caminar demasiado en dirección al sonido que había escuchado para descubrirlos. A medio camino de distancia entre su oficina y el baño, estaba la oficina de su jefe. En la puerta, el cubículo de su secretaria. Griselda trabajaba como secretaria del doctor Lombarti desde que éste fundó la empresa. Siempre usaba minifalda, a pesar de que sus piernas se habían arrugado en más de sesenta años de caminar a la intemperie. Su cabello estaba teñido de amarillo platino y de sus dedos salían unas uñas postizas color fucsia casi tan largas como el cigarrillo mentolado que siempre sostenía apagado entre sus dedos. De su cartera dorada sobresalía una revista de farándula.
Allí, sentada en su cubículo, Griselda reía como posesa y escribía página tras página en su bloc amarillo, en trance, clavándose sus propias uñas en la palma de la mano mientras el ideo de Adolfo, cansado de esperarlo, le susurraba al oído las mismas palabras con las que aquella mañana lo había despertado. Griselda y el ideo estaban tan absortos en su orgía creativa que ninguno de los dos notó la presencia del frustrado escritor. Ese día, en ese preciso instante, sintiéndose traicionado por su propia inspiración, Adolfo Rengada dejó para siempre de escribir.