Había una vez
...muchas maneras de echar tu cuento
0   /   100
Comenzar a leer
Un atleta accidental intentará figurar en otro tipo de competencia.

Estaba cerca del umbral de los cuarenta cuando comencé a ejercitarme. Me compré ropa deportiva de moda y unos zapatos que realzaban mi imagen-marca de maratonista. No me sonrojo al decir que tenía estilo. Pantalones cortos y ajustados, camisetas dri-fit y los lentes oscuros hasta en los días más nublados. Corría tres veces por semana por las calles de la ciudad a la que emigré para sacudirme la voracidad de la dictadura venezolana. Mis tiempos iban mejorando, las distancias también. Quería trabajar en mi apariencia para perpetuar mi racha con las mujeres, mis encuentros quizás esporádicos, pero sin dudas variopintos. Apreciaba la oportunidad que me daba vivir en una metrópolis cosmopolita. Mi intimidad se asemejaba al zapping de una antena parabólica: Telemundo, TVE, O Globo, Caracol. La primera vez que le escuché a una chica decir que se corría, pensé que se estaba cayendo de la cama, y cuando alguna mujer me dijo «no manches», titubeé antes de comprender que no debía detenerme. Pero todo eso cambió y, al poco tiempo, ya podía considerarme poco menos que un experto en el diccionario iberoamericano de parejas. Entonces, me planteé ampliar mi horizonte, salir de mi zona de confort. Era ya momento de explorar lenguas diferentes, y el entrenamiento físico hacía parte esencial en ese nuevo reto.

Una mañana cualquiera, mientras trotaba mi circuito habitual, aceleré durante el tramo final para lograr una mejor marca. Publicarla luego en Strava y en Instagram; que todos supieran que iba mejorando. Thumbs up, «¡padrísimo!», «¡qué guay!», lo que sirviera para alimentar mi vanidad. Me sentía como una flecha, como un bólido que va rompiendo el viento, cuando de repente escuché una algarabía. A ambos lados de mi línea de carrera, personas me aplaudían desaforadas. Gritos, fanfarrias. Me aupaban sin freno, La gente brincaba. ¡Euforia! Yo los vi a todos, levanté mi mano para saludarlos. Me ofrecieron cualquier tipo de bebidas energéticas. Tomé la azul y me la vertí encima. Agité mi pelo y dejé que el líquido bajara por mi cuerpo. Me sentía tan varonil, tan atleta. «Vamos, que ya casi completas tus 2K de hoy». Entonces, cuando apenas terminaba de batir mi cabello (o los vestigios de lo que alguna vez fue mi cabello) sentí como mi pecho traspasó la cinta de meta de la carrera que se llevaba a cabo. ¡Chk chk chk chk! Los fotógrafos me dispararon en ráfagas; se apuntaron a mí montones de lentes largos. Decenas de francotiradores gráficos. Chk chk chk chk. Vinieron quienes parecían los miembros del comité organizador, con vestimentas alusivas a los Juegos Olímpicos. Los cinco anillos de colores, los cinco continentes entrelazados y toda esa jartera. Me tomaron la mano y me la alzaron como en victoria, mientras llegaba apenas el primer grupo de corredores a la meta. Me pidieron mis datos y, en medio de mis segundos de fama, haberles dicho mi nombre y dirección es lo poco que recuerdo.

Comprendí que la carrera era eliminatoria. Ahí estaba yo, en la zancada previa a mis cuarenta años, clasificado para una cita olímpica… Al menos por unos minutos, porque parecía obvio que pronto se sabría que yo no estaba inscrito en la competencia y que si acaso podría ser capaz de caminar medio Caracas Rock sin desplomarme. Me dejé llevar por el momento, no salió una palabra más de mi boca y escalé hasta la cima del podio. Escuché el himno de los Estados Unidos, me llevé la mano al pecho y, estremecido, miré al infinito.

«…and the home of the braaaaave».

Lágrimas.

A los pocos días, llamaron al intercomunicador. Recuerdo que bajé ya vestido para el trabajo porque pronto sería mi turno en el bar. Sí, hacía poco me había hecho bartender en un localcito nuevo y me había estudiado ciertas canciones de Bad Bunny para ver si por ahí caía alguna que otra mina. ¡Vamos! ¿Qué jevita podría resistirse a un tipo que corre, sirve tragos y canta Bad Bunny?

—Señor Rodríguez, revisamos sus papeles y usted es un atleta no nacido en los Estados Unidos. ¿Por qué no dijo esto el día de la carrera?

La verdad me avergonzaba, pero confesar mi bochorno era la única alternativa.

—Bueno, lo que pasa…

La enviada del Comité Olímpico me interrumpió.

—Sabemos lo que ocurre, señor Rodríguez —sentenció sin parpadear.

Yo, en cambio, cerré los ojos unos segundos y esperé el vendaval que estaba por venir.

—Entendemos que no puede representar a su país por su estatus de refugiado.

Abrí los ojos y continué en silencio. «¡Actúa natural!». Al menos no estaba quedando como un tarado que salió campeón en una carrera de mentira, recibió la única medalla de su vida y se emocionó hasta las lágrimas con el himno.

—Es por ello que lo hemos hecho parte del equipo de refugiados de los próximos Juegos Olímpicos.

No pude contener la emoción y de nuevo me fui en llanto. «¡Pero si cada vez que estaba frente a estos panas terminaba llorando!» El logro más grande de mi vida había sido producto de una confusión. Sí, ése era yo, con un físico que, vamos a sincerarnos, distaba con creces del de un atleta, y con el ritmo de carrera propio de un anciano, listo para representar al exilio de mi país en la alta competencia. No me enorgullecía; me atormentaba la idea de dejar en ridículo a la diáspora venezolana, pero hospedarme en la Villa Olímpica se me hacía una fantasía ineludible. Podría sacar provecho de mis rasgos maduros y mestizos para atraer tal vez a una jugadora de voleibol de playa, o quizás a alguna seleccionada de hockey sobre césped. Quién sabe si alguna amazona pudiera interesarse en mí o ¿por qué no?, una practicante de nado sincronizado. ¡Uff! ¡Nado sincronizado! ¡Mi propia María Elena Giusti! Pero no creo que sea necesario decir que, al final, nada me obsesionó tanto como la idea de enredarme con una medallista, sin importar cuál fuera su disciplina deportiva. Lograrlo sería como subirse al podio de los Latin lovers o, como pregonan aquí en los espacios académicos, los Latinx lovers.

Reconozco que la búlgara del equipo de halterofilia no fue mi primera opción, pero en nada me incomodó despertarme sobre sus elocuentes muslos y ser acariciado por sus callos formidables. Con todo lo que había bebido, ya se me dificultaba mantenerme en pie, por lo que encontrar dónde recostar mi cabeza me resultó un privilegio. Además, las opciones de Helena por la medalla de oro eran tan prominentes como su espalda. «¡Allá voy, podio Latin lover!» Una vez que aceptó la invitación a mi cuarto, nuestro lazo se hizo tan indestructible como mi cama de cartón. Fuimos inseparables durante todo el calendario de competición, tanto que la noche previa a mi carrera se nos hizo igual de corta que las anteriores. Un compendio de excesos desautorizados por cualquier entrenador, de alta o de paupérrima competencia. Desperté roído, con lastres en lugar de piernas, cada paso que daba me subía de golpe a la cabeza. Me sentía navegando en el asfalto y eso que ni siquiera llegaba a la línea de partida. Helena lloraba de culpa, cabizbaja, creía que nuestra noche anterior había acabado con mis sueños olímpicos.

La tomé por el mentón y le levanté su abultado cuello.

—En sus marcas…

La miré a los ojos.

—Listos…

Y le confesé mi único sueño olímpico.

—¡Fuera!

No creo haber avanzado más de quinientos metros antes de derrumbarme. Sentí un diente roto y mi cachete incendiándose en el asfalto. La vi a lo lejos, abriéndose paso entre los espectadores, y supe que no existía nadie mejor que Helena, la pesista favorita a la medalla de oro, para levantar sobre su cabeza mis kilos de peso muerto.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *