Había una vez
...muchas maneras de echar tu cuento
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La verdadera historia detrás de la tragedia que causó la caída de «El amante del paladar».

Los mesoneros trataron de impedirlo, pero esa noche, tenía que ser justo esa noche, a Tortoni le dio por salir de la cocina y pasearse entre los comensales. Era difícil que Tortoni saliera de su refugio de salsas, ollas y sartenes, pero uno de sus asistentes contó que aquel día, como si presintiera que el final de su carrera estaba cerca, Tortoni llegó al Giullio especialmente inspirado.

Irrumpió en la cocina a las nueve de la mañana, batiendo la puerta y cantando tarantelas mientras su prominente barriga giraba al compás de una improvisada coreografía en la que un pollo desnucado y tres bolsas de mercado hacían las veces de compañeros de baile. Después de dar un par de vueltas sobre sí mismo, llegó con gracia al centro de la cocina. Fue allí cuando su rostro adquirió la solemnidad que todos le conocían.

Entregó las bolsas de la compra a su primer asistente, respiró profundo y se arrodilló a besar el suelo, gesto que todos los presentes imitaron. Se levantó y, sin mirar a sus empleados, quienes esperaban ansiosos en impecable fila las órdenes del día, anunció con la mano en el pecho y la mirada elevada que esa noche prepararía el plato más delicioso de su carrera. No sospechaba que este anuncio estaba marcando el inicio de una jornada que acabaría en tragedia.

Al oír sus palabras, los presentes se miraron con discreción entre sí. Sí, todos sabían que estaban presenciando un momento histórico: Tortoni jamás había pronunciado palabras similares. Por muy suculenta que fuera una cena, para él, siempre podía ser mejor. Terminado el breve discurso, los siete asistentes corrieron a buscar un puesto al lado de Tortoni a ver si algo sacaban del maestro. Y es que era un maestro, Tortoni, un verdadero maestro.

Desde su primera noche al mando de la cocina del Giullio, logró convertir aquel pequeño restaurante familiar, al borde de la quiebra, en un paraíso de la alquimia culinaria. El Giullio fue, hasta aquel trágico día, el único restaurante cinco estrellas de la historia de la guía Michelin. Personalidades de todos los países hacían reservaciones con dos años de antelación para poder deleitar su paladar en el menú que cada día inventaba este famoso cocinero. Un menú que no repitió ni una sola vez en sus 25 años al mando de los fogones de aquel pequeño paraíso gastronómico.

La cocina de Tortoni logró que gobernantes de países en guerra firmaran tratados de paz. Acuerdos de los que solían arrepentirse al día siguiente, cuando pasaban los efectos mágicos de la comida. Cuentan los cronistas del Giullio que era frecuente presenciar el espectáculo que ofrecían, tanto hombres como mujeres de amplio renombre y elevada investidura, al perder el usual control sobre sí mismos y dejarse llevar por frenéticos arrebatos de placer. Tortoni los dejaba con las mejillas encendidas, el cuerpo enfebrecido y la lengua palpitante con los famosos orgasmos gastronómicos que le dieron el apodo de «El amante del paladar».

Así eran las sensaciones que se guisaban detrás de las puertas batientes de la cocina del Giullio. Así fueron hasta aquella noche.

Aquella noche de septiembre, poco antes de la hora acostumbrada, la concurrencia comenzó a mirar su reloj, esperando ansiosa y amaestrada, como el perro de Pavlov, a que dieran las siete, hora que marcaba el inicio del famoso desfile de Tortoni. Cuando las luces bajaron de intensidad, se escucharon las primeras notas del Invierno de Vivaldi y las bocas comenzaron a salivar.

Primero, las puertas batientes de la cocina del Giullio dieron paso a una sopa dulce y picante de frutos del mar, curry y tamarindo con leche de coco y lluvia de cilantro acompañada de chips de batata rosada, que logró encender la mirada de todos los caballeros presentes en la sala. Todos, menos uno.

Luego, La Primavera dio la bienvenida a un cordero marinado en hierbas de provincia sobre una salsa de ciruelas pasas acompañado de auyama rostizada, espinacas salteadas al wok junto con nueces y semillas de alcaravea garrapiñadas.

Más adelante, el Verano dio paso a una degustación de postres en miniatura hechos a base de frutas tailandesas y chocolates venezolanos y, por último, el Otoño dejó caer bandejas de quesos y licores diversos que aportaron los elementos que faltaban para lograr la explosión química que batió el récord de orgasmos gastronómicos de la historia del Giullio. Aquella noche todos los comensales –todos menos uno– fueron seducidos y elevados hasta las cumbres del placer por «El amante del paladar».

Finalizado el espectáculo y después de recogido el último plato, las dos puertas se abrieron para dejar pasar, por vez postrera, a quien tantas maravillas había logrado en tan pequeño espacio. Con mentón alzado y sonrisa de superioridad, bajó Giuseppe Tortoni de su olimpo para remojarse en los aplausos agradecidos de todos los comensales.

Tortoni se veía inspirado, alegre y agradecido. Pero, de pronto, su rostro se oscureció. Vio a un hombre que no aplaudía, a un personaje obeso y repugnante que cabeceaba somnoliento en una de sus mesas, y fue allí cuando descubrió la terrible verdad.

Al lado del infame se hallaba lo que sería el objeto de su destrucción; una cosa asquerosa que tumbó la barbilla de Tortoni y haló de un tirón las comisuras antes sonrientes de sus delgados labios. Allí, a la vista de todos, estaba la botella. Una mancha en el mantel delataba que había sido usada esa misma noche, que la bola inmensa que dormitaba sobre su propia pesadez había osado profanar su cordero sagrado con esa salsa innombrable.

La música y los aplausos dejaron de sonar. Todos los presentes quedaron paralizados, en silencio, cuando advirtieron lo que Tortoni veía. A pesar de sus esfuerzos, los mesoneros no habían logrado ocultar la verdad. En la sala, únicamente se escuchaban los ronquidos del hombre. Tortoni caminó hacia él. Tocó su hombro derecho. El hombre entreabrió los ojos, miró a Tortoni y a su alrededor, tratando de reconocer donde estaba. Fue allí cuando sucedió lo inevitable. El hombre extendió los brazos y profirió un largo bostezo. Con calma y sangre fría, como si destripara un lechón, Tortoni tomó la botella entre sus manos, abrió la boca del pecador y le metió el frasco hasta el fondo de la garganta. Luego, ante una concurrencia paralizada de asombro y terror, se sentó a esperar, con la paciencia de quien espera la salida de la salsa, a que el profanador muriera ahogado en su propio ketchup.

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