La pequeña Elizabeth decide irse de la ciudad para entender a la humanidad.
Elizabeth tenía siete años y dos meses cuando entendió que nunca iba a sentirse parte de la humanidad. A ella le gustaba escribir, observar y hacer origami. Fue educada por libros en lugar de padres y sus amistades eran un lápiz y un cuaderno morado donde apuntaba sus conclusiones sobre la vida. Las personas de la ciudad la trataban como si fuera de otra especie.
Cuando tenía nueve años, cinco meses, catorce días y veintitrés horas, las niñas de la escuela la encerraron en el baño. Le gritaron que regresara a su planeta y se llevara toda su rareza con ella. En lugar de contestarles, tomó el lápiz y escribió en su cuaderno: «Si eres diferente te esconden para no verte».
Cuatro horas, cuarenta y cuatro minutos después, fue liberada por el conserje, quien hizo un gesto de disgusto. Tras abrir la puerta, le gritó a Elizabeth que se fuera. En lugar de irse, volvió a escribir. «Si le quitas el tiempo a las personas se enojan». El conserje tomó el trapeador y la empujó hacia la salida.
Al llegar a casa, Cornelio —un entrenador de gatos— y Vivián —una decodificadora de mensajes secretos en la sopa de letras— se encontraban vaciando su cuarto. Le dijeron que ya no podían cuidarla a ella y a los mininos, por lo que decidieron que ella era lo suficientemente independiente para encontrar dónde vivir. No les dijo nada, solo los observó y tomó su cuaderno. «La vida te golpea solo para ver cómo vas a levantarte».
Elizabeth tenía nueve años, cinco meses, quince días y veinticuatro horas cuando salió de casa. Tomó una hoja de papel y la dobló hasta convertirla en un árbol. Escribió en su cuaderno por última vez. «Si no tienes raíces, no perteneces a ningún lugar». Dejó su cuaderno y comenzó a caminar.
Exactamente el día que cumplió diez años llegó a la cima del monte más grande a las afueras de la ciudad. Desde ahí observó a cada persona, cada situación, cada amor, cada enojo y cada tristeza. Pasó lo poco que le quedaba de infancia tratando de entender a la humanidad.
Con los años, sus pies se volvieron raíces. Su cuerpo se alargó hasta percibir ciudades que antes no podía ver. Sus brazos se multiplicaron. Mientras más conocimiento obtenía, más ramas le crecían. Analizó a los humanos hasta tener respuestas a sus preguntas. Sus conclusiones sobre la vida eran epifanías que se grababan en cada una de sus hojas.
Pasaron ciento veinticuatro años, siete meses, cincuenta y seis días cuando llegó la primera persona al árbol. Ava, una niña de doce años, quería darle sentido a la vida y salió de casa en busca de respuestas. Observó el árbol con curiosidad, al acercarse notó algo escrito en las hojas. Tomó la que más le llamó la atención y al leer lo que decía, abrazó el tronco leñoso.
Qué bonito cuento, Andrea y, sobre todo, qué buena formar de narrarlo, con pinceladas detallistas que nos ponen a participar rellenando las elipsis, metiéndonos en el mundo de Elizabeth, y que abonan el camino a esa secuencia final con su giro mágico y, a la vez, orgánico: es la consecuencia lógica de las escenas que la preceden.
Es un cuento muy hermoso que te transporta a la vida de una pequeña con sus reflexiones sobre la actitud humana, y enraizándose a la tierra, viviendo muchos años fuerte como un roble, atrayendo la atención y amor de otra pequeña.
Me gustó mucho, mucho, mucho.
Soy tu admiradora #1.
Bonita historia, que termina en final feliz!
El aprendizaje te lleva al conocimiento.
Me encantó es bonito el recuerdo de estar siempre en la búsqueda de crecer nuestro Ser!
Qué linda metáfora de la infancia, la soledad, la sabiduría y la generosidad.
Breve y maravillosamente bien contado.
Amo tu forma de narrar y llevarnos a sentir cada palabra, cada día te admiro más y estoy muy orgullosa de ti!!
Si deseas lograr manejar tus emociones, lo primero que debes lograr, es conocerte a ti mismo. Un final totalmente mágico e inesperado. ¡Amo leerte!