La vida adulta de Elliott Taylor dista de ser normal. Sin haber superado la despedida de su amigo extraterrestre, ahora descubre que E.T. pudo haberle contagiado una enfermedad alienígena.
Elliott se masajeó la nuca tras divisar los haces colorados del amanecer. Su cuello crujía tras toda una noche en el bosque con la mirada puesta en las estrellas. Distantes, frías, indiferentes.
Como su amigo de infancia, E.T.
Recogió su tienda de campaña y emprendió la marcha hacia una civilización a la que pertenecía por mera fuerza de gravedad. Ya no sería sino hasta el año siguiente, en vacaciones, cuando retornaría al valle de San Fernando y se adentraría de nuevo entre los árboles a este mismo lugar. El de la despedida.
«Estaré justo aquí».
De eso habían pasado, ¿qué?, catorce años ya. Los suficientes para no reconocerse frente al espejo. Abrió la última del six-pack y encendió la TV, que llenó la habitación de luz azul y voces sobreactuadas en español.
Tras lo que el ejército clasificó como «el incidente», Elliott vio acabada la cotidianidad que conocía. Su madre los sacó a él y a sus dos hermanos del país por consejo del agente anónimo, el tipo con el juego de llaves siempre colgado de su cinturón que enfrentó una corte marcial y no volvieron a saber nada de él.
Al otro lado de la frontera, en el playero pueblo de Rosarito, Mary, Mike, Elliott y Gertie asumieron nuevas identidades que les permitieron llevar una vida tranquila, lejos de la prensa sensacionalista y la sempiterna presencia de autos del gobierno frente al hogar, el colegio y el centro comercial. Por años, Elliott y Gertie vieron a un psicólogo que intentó convencerlos de que todo había sido un sueño. También les recetó drogas que resultaron ser, literalmente, peor remedio que la enfermedad para la pequeña de la casa.
Elliott, nunca las tragó. Y, fiel a su promesa, nunca dejó de creer en E.T.
Con la llegada de internet, cayó en muchas madrigueras de conejos persiguiendo información con la que poder replicar el comunicador de Speak & Spell con el que el alienígena llamó a sus coterráneos. Durante ese tiempo, desatendió sus clases y se desligó de todos los ritos sociales como si la adolescencia no fuese con él. No es que no codificara los mensajes de su familia, maestros, chicas y amigos. Es que ni siquiera recibía señal. Su obsesión lo aisló y su sentimiento de abandono por su mejor amigo lo hundió en un desaliento que sólo pudo calmar con las que se convirtieron en sus inseparables pastillas tranquilizantes.
Algo que se veía venir.
Durante los días que convivieron, Elliott y E.T. desarrollaron una conexión empática. Mientras duró, él se sintió más vivo que nunca. Pero tras la ida del extraterrestre, experimentó un inacabable síndrome de abstinencia.
«Ya no puedo sentir nada».
Y bajo esa sensación se vio al final de la década de los noventa, solo, marchito y pálido. Apagó la TV y se frotó de nuevo el cuello. Notó algo nuevo, con una textura y un relieve distintos.
Ningún médico de la Baja California supo diagnosticar aquello. Deseó renunciar a su trabajo y regresar a Estados Unidos en un intento desesperado por coincidir con E.T. en el bosque. Quería creer que su amigo podría presentir su enfermedad y, ahora sí, regresaría. Viajaría para curarlo…
Pero, si eso podía ser cierto, ¿por qué no había venido E.T. a curar su depresión? Elliott cuestionó si el alien había sido sincero en su amistad, o se había aprovechado de él sólo para sobrevivir en la Tierra.
Temeroso por su vida, escribió un email a científicos de SETI, a quienes percibía como sus enemigos de la infancia. Abriría la primera de un six-pack en Rosarito y terminaría la siguiente en un laboratorio militar a las afueras de Nevada, rodeado por individuos con rostros ocultos bajo trajes de riesgo biológico. Y tampoco serían capaces de encontrar cura para su enfermedad. Entonces, aislado y en cuarentena se sentiría más solo que nunca y tendría que robar algún único vehículo desatendido en las inmediaciones para emprender una huída. Borró el email antes de darle al botón de enviar.
Hizo un repaso mental de sus opciones. Podría esperar que el tumor foráneo remitiera. O poner en orden sus asuntos antes de que su hora llegara a cero. Podría hacer una gira por consultorios de medicina experimental o gastar hasta el último dólar en su verdadero hogar.
Primero sintió que nada era seguro. En seguida, notó un brillo en su interior. La certeza cósmica de que el único factor innegable de su existencia era su hermandad con E.T. Siendo cada uno individuos, ambos eran uno e iguales. Y así comprendió que su conexión simbiótica no lo había enfermado con algún mal extraterrestre, sino al revés.
E.T. podría estar muriendo en su planeta. Y la única forma de salvarlo era curarse a sí mismo.
Lanzó todas sus drogas al centro del remolino acuático del retrete, tomó lápiz y papel y anotó una lista de propósitos.
Levantó el teléfono y llamó a Mike para pedirle perdón y pedirle ayuda. Compartió su arrepentimiento de haber desperdiciado años de vida a la espera pasiva de un milagro que no tendría secuela. Admitió ante su hermano mayor que la probabilidad de haber conocido a E.T. era infinitamente más pequeña que su autoestima.
Después habló con Gertie. Ella, a pesar de enfrentar sus propios demonios con estupefacientes, no dudó en guiarlo hacia nuevos hábitos de alimentación y lo acompañó en todas sus sesiones de terapia para curar su salud mental.
La última vez que Elliott utilizó internet fue para comprar una bicicleta. El día que llegó, la estrenó yendo a la floristería donde compró un macetero de crisantemos que le llevó de regalo a Mary.
Tras la cena, salió a caminar por la playa. Repasó en su mente su lista de propósitos, satisfecho y sereno por lo logrado en lugar de angustiado por todo lo que restaba por hacer. Tiempo después, el bulto apagó su vida en una noche de luna llena. Antes de cerrar sus ojos por última vez, Elliott vio de nuevo hacia las estrellas y se preparó para un posible reencuentro.