Había una vez
...muchas maneras de echar tu cuento
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Domicilio Conocido

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Hay mudanzas que podrían ser una mala película.

Hoy a medio día.
Este camino me recuerda a una vez que hicimos la mudanza del pequeño zoológico propiedad de un narcotraficante. Éramos un convoy de cuatro vehículos disfrazados de una compañía de equipo de refrigeración, cada uno con la capacidad de cuatro toneladas. La llamamos Compañía de Refrigeración Oso Polar y el logotipo era el animal cargando un mundo sobre sus hombros mientras sonreía. No era un camuflaje muy original, menos el nombre que le pusimos. Pero en este oficio lo obvio suele ser lo más eficiente. Aquella vez tuvimos que hacer dos viajes por los elefantes y los hipopótamos. En el segundo viaje, uno de los leopardos se comió a una de sus tres crías. Félix, el veinteañero encargado de la unidad, le estuvo rezando todo el camino a san Judas Tadeo, el de las causas perdidas. A pesar de haber tenido ya varios años de experiencia, yo hubiera hecho lo mismo si hubiera estado en sus zapatos. No lo culpo.

Llegamos puntuales a la entrega. El portón estaba abierto y pasamos como si nada. En la mansión alejada del resto del mundo, en una locación que no puedo decir ni siquiera en pensamiento por disciplina a mi estricto secreto profesional, no parecía haber ni un alma. Después de varios minutos de gritar que ya estábamos ahí, salió un viejo velador. Devastado, nos contó lo que había pasado: la DEA y el ejército habían arrestado a todos unos días antes incluido el patrón, quien había aparecido espontáneamente en Estados Unidos y con uniforme de reo en las noticias. El acuse de recibo nos lo firmó con una mano que se movía autómata sobre el papel, mientras nos seguía contando la escena de la mañana siguiente a los arrestos como si la estuviera viendo en ese momento: cuando se había despertado, la mansión estaba patas para arriba, sin nadie adentro. Se los llevaron sin disparar un tiro, como si hubiera sido una abducción extraterrestre. Con un hilo de voz que adentro del pecho está gritando inconsolable, pero afuera apenas se puede oír, nos dijo que soltáramos a los animales ahí nada más en el jardín. Su jefe les había pagado la boda a sus hijas, conseguido un riñón nuevo y ahora lo había dejado como el único habitante de un lugar al que nadie iría y del que él prefería no irse nunca. Nos dio la bendición y luego se puso a cortar el pasto.

La rezada de Félix había funcionado. Después de eso se tatuó un enorme san Judas en el pecho que le quedó medio torcido, con una sonrisa que pretendía ser un retrato de divinidad, pero acabó siendo siniestra. Yo no soy de esas cosas, pero a Félix lo considero mi amuleto y mano derecha desde entonces, como su san Judas desfigurado lo es de él. Nunca está de más tener un santito del lado de uno. La divinidad tiene un rol clave en el negocio de las mudanzas clandestinas. Más que la suerte, la cual es un bicho caprichoso. Treinta años en esto, me lo han enseñado… caray, este camino es una mierda.

Hace una semana.
Félix y yo llegamos hace cinco minutos, un poco antes de la hora citada. Nuestra puntualidad es buena parte de la reputación que tenemos, pero nuestra discreción ha sido más importante. Es indispensable en nuestro negocio, que no es para todos. La brújula moral puede llegar a pesar de más para quien no se sienta cómodo transitando dentro de la escala de grises de la vida. Antes de bajarnos del automóvil, Félix nos encomendó a su santo, como lo hace desde hace un par de décadas. Buenas décadas. A veces pienso que debería escribir un libro cuando me jubile, pero son de esas cosas que se dicen y en realidad no se quieren hacer.

Caray, ya tengo que tocar el timbre. Entre más viejo, mi cabeza vagabundea más.

Hoy en la madrugada.
Bastó una frase para que por fin viera a Don Armando como el viejo que ya era, pero que yo no había querido ver: «Maneja tú». Después se arrimó hacia el asiento del copiloto, suspiró y cerró los ojos. No me atreví a preguntarle si se estaba bien. Me sentí como el niño que no quiere preguntarle a su papá si un día se va a morir, aunque ya sabe la verdad. Hace siete días se le veía entero, confiado. El joven alemán que nos abrió en aquella casa donde fuimos a recoger la mudanza que ahora traemos atrás tenía la mirada de un animal enrabiado. El tipo hablaba español como un mal carnicero cercena con saña un pedazo de vaca y parecía estar esperando el mínimo titubeo de Don Armando para rebanarlo igual. Sin embargo, él pronunció el santo y seña como si hubiera nacido berlinés. Bueno, al menos así lo escuché yo, aunque no sé ni jota del idioma, pero lo pude ver en la cara el alemán que se relajó un poco y nos dejó pasar haciendo un gesto tosco con las manos. A pesar de tener tanto tiempo en esto, cuando uno entra a una situación con aquella energía, la verdad es que no sabe si va salir de ahí o cómo. Eso ya se lo dejo a san Judas. Sin embargo, Don Armando nunca perdió la entereza, aunque haya intuido la misma oscuridad que yo. Caminamos por el pasillo apenas iluminado y que cada vez se ponía más frío. Pero él no mostraba señales de ser afectado por el clima mortuorio, mientras yo me calentaba las manos con el aliento. Ahora, entregado a un sueño pesado como la mudanza que llevamos, postrado en el asiento del copiloto y con un camino de muchas horas por delante, se convertía en un ser humano frente a mis ojos. Si algo me ha quedado claro en este tiempo, es que una mudanza pesa más de lo que uno cree. No importa el tamaño o dimensión de lo que se cargue. Todo pasa factura.

Hace una semana.
Las cuatro paredes del enorme cuarto refrigerado estaban repletas de pequeños cajones, calculé miles de ellos. Parecía una morgue para gente miniatura. Un cristal de piso a techo dividía el interior y el exterior del mismo espacio. El hombre que nos había recibido en la entrada, dijo algo por un interfón para comunicarse con los sujetos adentro. El más espigado fue el que se acercó a paso de astronauta y nos miró desconfiado a través del vidrio. Con ojos de francotirador, sin quitárnoslos de encima, se acercó hasta el grueso ventanal con un recipiente del tamaño de una cajetilla de cigarros en las manos. Lo sostenía como si fuera un artefacto sagrado. Después lo colocó parsimonioso dentro de un receptáculo empotrado en la pared desde su lado, apretó dos botones que sonaban a videojuego de los ochenta y la cajetilla salió del lado donde Félix y yo estábamos. El alemán que antes me había recibido en la entrada, la tomó y le puso una etiqueta de Schloss mentolado. Me pareció una mariconada, los cigarros mentolados no pueden ser considerados cigarro. Luego me la entregó haciéndose el macho. Caray, si me hubieran pagado cada vez que me miraran así, no estaría haciendo esto a mi edad.

Hace una semana.
Me repugna el desorden de países como este. Sin embargo, nuestro emprendimiento ha sobrevivido y prosperado gracias a él. No solo aquí, sino también alrededor de toda Latinoamérica. «Emprendimiento», así le llamamos de cariño, aunque haya nacido el diez de mayo de 1945, un día después de la capitulación alemana en Berlín frente al ejército ruso. No es fácil el crecimiento de una empresa como la nuestra en un ambiente poco afín a nuestros ideales. La operación Keitel, nombrada así en honor de Willhelm Keitel o mejor dicho: el gran mariscal Willhelm Keitel, jefe del Oberkommando, ha florecido a pesar de las adversidades. Su muerte, lenta y dolorosa ha sido la fuente de inspiración de lo que somos. El día que sus verdugos calcularon mal la longitud de la cuerda y que esto haya provocado que se asfixiara grotescamente en lugar de morir de inmediato, también calcularon mal el tamaño de nuestra voluntad. Un héroe con un fin indigno. Pero el caos es fertilizante para los determinados, como ha sido el caso de nuestra empresa. Somos los hijos de una estirpe gloriosa y gloriosa se mantendrá.

Llegó la mudanza. Puntuales… a veces este país sorprende.

Hoy a medio día.
El GPS está fallando. En mi experiencia, este tipo de desperfecto siempre es ocasionado por algún artefacto diseñado para ello. Félix me mira de reojo, eso quiere decir que estamos pensando lo mismo: «vamos bien y estamos cerca». Cuando eso pasa, generalmente el camino que se debe tomar es derecho y confiar en que pronto se llegará. Desde que salimos traigo la cajetilla de Schloss mentolados en el bolsillo de la camisa. La ruta ha tomado casi ocho días a través de la mitad del continente. Los caminos de tierra y senderos que solo la clandestinidad puede ir abriendo, me gustan más que las autopistas porque son más acordes a la compleja naturaleza humana, la cual nunca es un camino recto y suele torcerse. El camión de mudanzas, lleno de antigüedades que estaban también en aquella casa, ha servido solo de pantalla. Además, estos objetos, puedo inferir, no significan nada contra el contenido de la cajetilla. El pago fue generosamente alto, para tan poca cosa. Es la primera vez que una carga me ha dado tanta curiosidad y no es profesional sentirla en lo mío. Será que, con la edad, uno se hace más preguntas ¿Qué carajos habrá adentro de algo tan pequeño que se le da una importancia del tamaño del mundo?

Hoy a las doce con cinco del medio día.
Espermatozoides. Don Armando dedujo el contenido dentro de la cajita en el bolsillo de su camisa. A veces pienso que nuestra carrera profesional la narra una voz detectivesca de alguien que está un poco borracho. Pero es gracias al surrealismo de esta vida, que hemos podido seguir ejerciendo una profesión que suena a disparate. Espermatozoides de Adolf Hitler. ¿Cómo carajos no nos habíamos dado cuenta en la cara de aquel joven alemán furioso que nos encomendó la mudanza?

Hoy, dos horas después de la entrega.
Ese lugar era un oasis en medio del carácter indomesticable de la selva. Cada planta exótica, cada palmera y cada platanar estaban puestos como si estuvieran en una maqueta. Una planeación urbana digna de una pequeña ciudad europea. Era una comunidad habitada por mujeres rubias, la mayoría de ellas encinta. Resguardada por guardias que nos miraban recelosos y que nos iban señalando el camino hacia dónde ir, conforme avanzábamos. Habíamos llegado al domicilio conocido, un eufemismo en lo nuestro para denominar a las ubicaciones que requerían de confidencialidad extrema. Entregamos la mudanza sin demasiados trámites porque ambas partes sabíamos lo que teníamos que hacer. Entregué la cajetilla de Schloss mentolados a un guardia que sospechosamente se parecía demasiado al hombre que había conocido una semana atrás en la colonia Juárez. Mientras cotejaba el resto del inventario, para firmar de recibido, sentí que una gota de sudor me recorría el espinazo desde la nuca y se iba metiendo en medio de los glúteos. Después nos subimos a nuestro camioncito destartalado y fin del asunto. Llevamos dos horas de camino sin decirnos nada, digiriendo lo que acabamos de hacer. Félix se toca su san Judas en agradecimiento y yo todavía no me puedo creer que acabamos de frustrar una conspiración nazi con nuestros espermatozoides aztecas.

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