Por EBurger
@eduardoburger33
Se supone que este cuento es breve, pero no estoy muy seguro; desde hace tiempo los cuentos han empezado a comportarse de forma rarísima. Lo mismo ocurre con las películas y con ciertas canciones, pero no todas, no por los momentos.
Tengo la impresión de que este cuento en particular lo escribí para un grupo de amigos durante una cuarentena. Contrario a lo que cualquiera podría pensar, repetir que no estoy seguro de ello no aumenta mis certezas respecto a nada. Solo tengo por cierto el instante en que el cuento dejó de empezar con la siguiente pregunta:
“¿Cómo harías para sobrevivir en una isla rodeado de acrómatas y otros deuteranópicos?”
Obviamente, el instante en que el cuento dejó de empezar con dicha pregunta es este. Bien visto, se agradece. Y es que la pregunta, con su triste y vago tufo a Cortázar, delata la mediocridad y el anacronismo de un protagonista demasiado concentrado en fungir de narrador por una muy arbitraria razón: el protagonista todavía soy yo.
La culpa de todo el asunto, sin embargo, no es mía, sino de Irene.
Al lado de Irene superé el preescolar, la primaria y el liceo. Sin ella, me habría quedado a mitad de carrera. Dicho de otro modo, gracias a Irene sobreviví a mi educación, que sin duda era letal y solo al final de mi vida creyó matarme.
Irene. Aún me cuesta decir su nombre sin sentir que me pierdo de vista por un par de segundos. Recuerdo bien su lonchera atapuzada de lechosa y forrada quién sabe por qué de tirro pintarrajeado con marcador; también la mía, rosada e impoluta -no daré mayores explicaciones-, colocada con precisión al lado de la suya para disimular que las habíamos abandonado a su suerte mientras nos desaparecíamos juntos. Irene, mi amiga daltónica.
-¿Y ustedes, qué estaban haciendo allá atrás solitos?
Un 8% de los hombres son daltónicos, una condición que solo vive el 0,5% de las mujeres. No lo digo yo, sino Wikipedia. Hay diferentes tipos de daltonismo, está la acromatopsia, la deuteranopia, la protanopia, la tritanopia y también la deuteranomalía, la protanomalía y la tritanomalía. Jamás logré del todo descubrir la exacta condición de Irene y ella bien supo despistarme a cada rato, un rasgo típico de nuestra rarísima amistad, que tampoco era amor, pero se le parecía más allá de la cuenta.
-¿Qué estaban haciendo allá atrás?
Preguntas.
Durante la mejor parte de nuestras vidas ocuparon el sitial que merecían.
-¿Y cómo les fue? ¿Y por qué no avisaron dónde es que estaban?
Preguntas.
-Por fin, ¿nos van a decir qué estaban haciendo, o no?
Preguntas. Era eso lo que nos hacíamos el uno al otro, con saña ingenua.
-Preguntas.
-Sí, pregunto, así que espero una respuesta.
-Y por eso respondo: preguntas.
-Así es, pregunto, ¿qué carajo estaban haciendo?
-Preguntas, era eso lo que nos estábamos haciendo, ¿hasta cuándo vamos a tener que repetirlo? -replicaba Irene, o tal vez yo, o a veces los dos, casi al unísono, atentos al ceño fruncido de mi papá, o del suyo, de mi tía o de su mamá, entrecerrados los ojos, destartalada la vida al otro lado del retrovisor.
-Pues hasta que me den una respuesta, coño.
Silencio.
En más de una ocasión, simple y llanamente dejábamos de responder, lo cual nos prodigaba una felicidad aún mayor, pues todo lo que en verdad nos hacíamos el uno al otro eran preguntas, especialmente aquellas que no tenían respuesta.
No voy a mentir, en cierta ocasión y ya creciditos, cogimos rico, follamos, no sé decir si “hicimos el amor” o si tiramos. Tampoco tendría manera de precisar cuántas veces fue, ni cuánto duró aquello. Fue tan espantoso y conmovedor que nos cambió para siempre durante un buen tiempo. El mismo tiempo en que dejamos de hacernos preguntas así, como de costumbre, en voz alta y con la mirada queda, absortos en nuestra mera presencia hasta que el mundo desaparecía por un lado y nosotros nos esfumábamos por el otro y en el medio se quedaban flotando a solas todos los colores, incluyendo el blanco y el negro.
¿En qué pensaste cuando viste por primera vez el sol? ¿Cómo supiste que eran esos y no otros tus zapatos favoritos? ¿No te regañaban por mentirle a la maestra de preparatorio? ¿Y tus recuerdos, también van cambiando de color? ¿Te sientes más tranquila de madrugada o al anochecer? ¿Qué significa ser niño? ¿De verdad puedes pasar de la deuteranopia a la acromatopia a tu antojo? ¿Cómo sabes que esta película no dejó de ser en blanco y negro? ¿Cómo harás para sacarte tu licencia de conducir? ¿Y si me llevan preso? ¿Crees que algún día te atreverás a hablar sobre tu papá con alguien más que yo? ¿Qué fue lo que de verdad pasó cuando fuiste a ver la película en 3D? ¿Y si somos más bien, todos los demás, los daltónicos? ¿En qué estaría pensando quien ordenó las luces del semáforo? ¿Por qué quieres dedicarte “solo” a la fotografía? ¿Dónde crees que comienzan los celos? ¿Y si de pronto te da por ser piloto de aviones? ¿Ya viste Little Miss Sunshine? A ver, ¿de qué color era la combi? ¿Cómo está Andrés? ¿En serio le mandaste saludos de mi parte? ¿Cómo sabes que realmente estoy enamorado de ella si tú y yo no hemos hablado en años? ¿Y si te pierdes en la selva? ¿Y si terminas en Alaska? ¿Y si te casas en segundas nupcias con un esquimal? ¿Crees que algún día dejaremos de hacernos preguntas para las que aún no tenemos respuesta? ¿Y si te toca escribir una crónica sobre una marcha LGBTI de esa amiga tuya y te ves forzada a describir la bandera? ¿Por qué te parece poco haber logrado solo doscientas preguntas sin respuesta? ¿Cómo sabes que esta pregunta no tendrá respuesta mañana?
-No lo sé, pero es igual al método de las cartas Ishihara, solo que aplicado a la existencia.
Irene era intensa, y casi siempre infantil. En Irene yo quemaba la estupidez de mi vida. Perderle la pista durante años después de nuestro único encuentro más allá de todas las preguntas, la verdad que fue un auténtico alivio. La tranquilidad en manos de la educación puede acabar con cualquiera. La muy perra, de hecho, tiene exactamente la misma cara que Clint Eastwood. Cuando Clint Eastwood murió, el apocalipsis se fue a la mierda y vino algo peor.
Hablo de algo parecido a aquella foto de Facebook que llevaba a la gente a pelearse a muerte por definir qué tan blanco y dorado era el vestido morado y negro, o al revés.
Así mismo, solo que aplicado a la existencia.
Es decir, al tiempo, mejor dicho, a la memoria, en otras palabras, al lenguaje.
Ahora que lo recuerdo, fue gracias a la discusión aquella del vestido en Facebook que Irene y yo retomamos el contacto. Entonces, como hoy, cuando vuelvo a este cuento escrito durante una cuarentena, no me atreví a decirle que había dado respuesta a una de sus preguntas. Que mis años en el postgrado en Barcelona habían sido un fraude. Que despilfarré no solo esa, sino otras tres oportunidades. Que luego naufragué, literalmente, en una isla, tres días nada más, un mero accidente náutico entre ricachones de poca monta en Mochima, cortesía de una novia prima de un banquero, esa clase de cosas que empezaron a pasar durante una época de mi vida un millón de veces más infeliz de lo que ya suena.
Por mera cábala o curiosidad, todos ellos eran daltónicos, aunque no pude precisar qué tipo de condición exactamente tenía cada uno. Eso sí, recuerdo que lloramos de cuclillas en una playa desierta, que estuvimos a punto de matarnos de la desesperación, que nos quedamos horas viendo cómo se asfixiaba un puto pescado cuya vida no sabíamos si sacrificar o salvar regresando al mar. Y eso que nos estábamos muriendo de hambre.
Las escamas eran grises, el viento en ellas producía vibrantes tornasoles. La sangre manaba de las branquias coagulando aterrada sobre la arena brillante. No sé por qué olía a asfalto. Todo era absurdo, al menos para mí.
Digo, estábamos alrededor de aquella inerme criatura, bajo un atardecer cuya insólita belleza jamás olvidaríamos si bien en condiciones normales a duras penas nos habría exaltado. El mar no tenía olas, sino arrechera. Gotas salitrosas y resecas brincaban de nuestros trajes de baño. Malévolas moscas bebían de nuestras chanclas desteñidas y salivaban al ras de nuestras uñas. Con las toallas de pintas ridículas amarradas al cinto, nos mirábamos unos a otros hediondos a guarapita rancia, enervados por los rasguños y moretones que nos dejó una fracasada incursión isla adentro. Mareados, famélicos y, a su vez, lustrosos cual nuevos ricos; todo cuanto hacíamos era alargar el fin entre comentarios e incisos hipócritas, reacciones de comiquita, frases de película y alusiones inteligentes. Al pez, en cambio, le tocaba quedarse sin aire.
Cuando nos rescataron unos lugareños, más cagados de la risa que otra cosa, ebrios y bonachones, holgados a más no poder en su peñero y en el cliché, decidí que más nunca volvería a la vida. Desde entonces puedo decir que me empezó a ir bien.
Y así fue, hasta que Irene regresó a mi vida y yo aprendí a callar aquella pregunta, la misma con la cual comenzaba este cuento antes de que le diera por comportarse de forma cada vez más extraña, como las películas y las canciones donde también ha empezado a disiparse el significado de Clint Eastwood.
Eduardo, gracias por tu cuento, original y enigmático a partes iguales. No solo es increíble el empleo del daltonismo como recurso dramático dentro de la antología de Colores, sino una herramienta muy eficaz para ponernos en los zapatos del narrador y subir a bordo de este relato en el que nada es lo que parece.
Uno de los valores que más celebramos de Bandapalabra, es dar espacio y difusión a voces que, por su propuesto, merecen llegar a más público. “Memorias de Ishihara” transmite mucha emoción sin necesidad de “descifrar” toda la trama. La entiendo más como una canción en otro idioma o una pintura que no te deja indiferente.
Espero tener el gusto de leer más cuentos tuyos. Sabes que cuentas con este espacio.
Qué increíble tu cuento, Eduardo. Escribes con una soltura impresionante. Gracias.