Había una vez
...muchas maneras de echar tu cuento
0   /   100

Carrera hacia una herencia

Comenzar a leer
Esther Meyer compite por una fortuna contra sus propios hijos, revelando un pasado de engaños, codicia y muerte.

En persona la encontró imponente. Esther Meyer lo hechizaba e intimidaba por partes iguales. No quiso contrariarla, así que comenzó a trabajar sin acordar honorarios, algo inédito para el periodista, al igual que lo era el lujo de haber sido contratado para novelizar la biografía de esta mítica mujer. Presionó el botón rojo y los cabezales de la grabadora portátil se pusieron en movimiento.

Ella comenzó preguntándole por qué siempre las personas que menos merecen las cosas buenas son las que las obtienen. No esperó respuesta. Estaba convencida de que la gente nacida en la abundancia no la amerita, porque nada hizo para ganársela. Paradójicamente, aquellos que la criticaron en medios de comunicación no comprendían que ella tenía todo el derecho de ostentar sus bienes obtenidos gracias a su determinación y ambición. Virtudes que, en labios ajenos, sonaban como algo malo.

El periodista le pidió que le contara sobre el día de la carrera. En silencio, Esther saboreó un recuerdo pasado y deslizó su lengua sobre sus dientes inferiores.

Reclinada en el asiento trasero del helicóptero viendo hacia abajo, tuvo la revelación de que su trayectoria vital estaba a punto de tocar la cúspide. Solo faltaba adelantar a Chad y Brad, sus queridos gemelos que se disputaban su futuro a toda velocidad por caminos sinuosos y paisajes rurales en una carrera entre Marbella y Mondariz.

Ella, en cambio, recorría una trayectoria recta y constante. Como se jactaba de haber hecho siempre. Sonrió al ver los diminutos automóviles en la carretera, tripulados por idiotas que se engañaban con la ilusión de disfrutar viajes sobre ruedas por distancias que recorría en un ápice de tiempo. Se frotó las manos anticipando la herencia que la esperaba en la cabaña de Galicia.

Aunque seguía furiosa con Jürgen Meyer. No se merecía esa puñalada después de todo lo que había hecho por él. Cuando lo conoció, era el expatriado más trabajador de toda la Costa del Sol Occidental. También el que más cosechaba acciones, bienes raíces y coleccionables. Todo un ABC para paladear.

Clavó su mirada en su entrevistador, volvió a pasar su lengua sobre sus dientes inferiores y afirmó haberle dado a Jürgen todos los placeres terrenales: los que él se podía costear y los que Esther le obsequió. Podía anotar verbatim que, si no fuera por ella, habría muerto sin probar la verdadera opulencia. Así que, una vez saciado, era su turno. Por eso tomó lo que le correspondía.

Sí, ella lo había asesinado, pero lo que él había hecho era aún peor: no nombrarla automáticamente como heredera, sino condicionar la totalidad de su fortuna a la persona que lograra cruzar primero el umbral de su chalet pontevedrés en las altas tierras de Galicia. ¡Solo una persona! No dos, ni tres.

El escritor dejó de tomar apuntes y le pidió que se lo repitiera. Así lo parafraseó. Después de que la última pala de tierra cayera sobre el féretro, ella y sus hijos convocaron al abogado de sucesiones, quien leyó el testamento manuscrito con fina caligrafía alemana. Antes de su muerte, Jürgen no había dado indicio alguno de ser capaz de estipular así la transmisión de su patrimonio. Pero ahí estaba la cláusula decisiva. Al escucharla, los nenes Chad y Brad se empujaron y zancadillearon uno al otro mientras emprendieron carrera desde el despacho hasta el estacionamiento. Chad se lanzó al Lamborghini Countach rojo cereza, Brad al Ferrari Testarossa amarillo plátano. Tras el estruendo de motores y chirridos de neumáticos dejaron una estela negra sobre el asfalto, marcando la línea de no retorno en la disolución de lo que ella creía que era una familia.

Volvía a estar por su cuenta, como cuando se llamaba Vanessa López y dependía de la generosidad de diversos magnates como amante paracaidista. Mucho antes de encontrar el tesoro al final del arcoíris. En esos tiempos asimiló la endogamia de la élite y estudió el comportamiento de las mujeres de las altas esferas. Interiorizó cómo hablar y actuar, perfeccionó su comportamiento y lenguaje corporal, invirtió sin escatimar en su walk-in closet y se transformó en Esther, una deslumbrante mujer dispuesta a todo por amor y dinero, no necesariamente en ese orden.

Solo entonces logró que Jürgen pescara su anzuelo en el club de golf. Entrado en sus años otoñales, el magnate germano poseía un imperio construido con el único propósito de costear todos los lujos de la vida, pero le sabían a poco porque le faltaba, cual cliché, lo único que el dinero no podía comprar. De allí, el recién convertido padre la invitó a mudarse a su casoplón marbellí. Meninos incluidos.

Sin embargo, esto no significaba que ponerles un techo de oro sobre sus cabezas fuera suficiente. Insatisfecha, se propuso agilizar la mudanza del teutón al plano extraterrenal, de modo que ella y sus gemelos lo heredaran todo. No fue difícil. Coordinó con Chad y Brad el plan que alguna vez vio en Dinastía o Dallas. ¿O era Falcon Crest? Daba igual.

Buscaron y encontraron la manera de inyectarle insulina a Jürgen debajo de la lengua, causándole una insuficiencia cardíaca por hiperglucemia y cetoacidosis diabética que implicó el final para su pobre corazón germano.

Mientras colocaban su cuerpo entre las sábanas del lecho marital, Esther se imaginó blindada de por vida con la herencia, sin sospechar de la cláusula del testamento que, cual cebo cruel, enarbolaría en su mente como zanahoria ante caballo de carreta.

Pero eso ya no venía a cuento, pues el final se aproximaba. El piloto del helicóptero le avisó que en minutos descenderían sobre un descampado contiguo al chalet.

A pesar de tener que efectuar una escala de repostaje en Madrid, ella calculaba que aventajaba a los ingenuos Chad y Brad por al menos cinco horas. Por un instante, se permitió sentirse culpable por no heredarles su astucia innata. Los presentía aún a mitad de camino en los casi mil kilómetros que separaban su gran antes y después. Sus hijos habían demostrado no pensar antes de actuar, optando por la carretera en lugar del aire. Esther deseó que al menos tuvieran la claridad de tomar la carretera nacional A1 pasando por Jaén hacia Puebla de Sanabria, evitando así los retrasos de cruzar la frontera con Portugal. Con la certeza de haberlos parido, a esta hora ni siquiera habrían llegado a Coimbra. Y eso si tenían suerte de no perderse, ni haberse matado en una curva o ser detenidos por conducir a exceso de velocidad. También les reconoció que, por fin, los nenes buscaban algo por sí mismos en lugar de esperar que ella les proporcionara lujos caprichosos cuales pajaritos en nido. Vaya que si lo necesitarían, puesto que habían demostrado no merecer compartirles ni un centavo.

Llegado este punto del relato, Esther tomó la grabadora y presionó el botón de pausa. De nuevo deslizó su lengua sobre sus dientes inferiores, solo que esta vez como si intentara limpiar una acidez cítrica. Deshizo un nudo en su garganta y le preguntó a su biógrafo cómo acordar honorarios. El periodista buscó en sus bolsillos. Solo encontró media caja de cigarrillos que ella arrebató de sus manos. Él sonrió, cómodo, y quitó la pausa de la grabadora.

Esther bajó del helicóptero y se dirigió hacia el portón del chalet, degustando el umbral de su coronación. Un miembro del personal de servicio le abrió la puerta y, apenas puso un pie en el recibidor, fue detenida por un agente de la policía. Sin mediar diálogo, el comisario local introdujo un casete en un aparato de VHS que reprodujo la grabación donde se la veía junto a sus meninos asesinar a Jürgen Meyer, un hombre que en vida se permitió todos los lujos, excepto el de vivir en una casa sin cámaras de seguridad.

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *