Yo no quería ser asfixiada y estoy segura de que mi bisabuela no quería dejar a sus dos hijos huérfanos.
Mi abuela fue la esposa del hermano menor de su yerno. Su vida y sus cuentos no son solo mitos de aparecidos y haladas de pata, son relatos de una vida dura, mucho trabajo, una fuerte creencia en brujerías y devoción a José Gregorio Hernández, tres maridos y varias tragedias.
CARMEN TOMASA
I
Terminamos de hacer el amor. Yo estoy a punto de dormir, él se queda un rato más viendo televisión. Me volteo, abrazo la almohada y cierro los ojos. Segundos más tarde doy un sobresalto, mientras se reproducen en mi mente los precipicios que rocé en la montaña durante la caminata de esa mañana. Me despierta bruscamente la falta de aire, abro los ojos y el cobertor blanco presiona con fuerza mi cara. Se repite la acción una y otra vez. Desde el interior observo cómo la luz se cuela a través de las fibras. Recuerdo inmediatamente cuando era pequeña y jugaba con mi hermana a la casita. Usábamos varias almohadas y cobijas para hacer paredes y ventanas, en la cama litera o debajo de la mesa del comedor. Este es un juego de grandes y no se detiene, estoy confundida. Siento su fuerza y su rabia a través de la tela acolchada. Sus labios dibujan una línea recta, no hay sonrisa, su ceño está fruncido, no entiendo nada. Me siento presa, atrapada, me falta el aire y mi respiración entrecortada se acelera, desespero. Por primera vez imagino la amenaza y el terror de que me haga daño, o peor, la posibilidad de morir. Desconozco su cara y esa fuerza con la que busca negarme el oxígeno. Un pensamiento relámpago me alumbra, es ahora o nunca, debo salir de ahí y correr por mí vida. De un empujón logro deshacerme del juego y con un brinco salgo de la cama. Cansada y con las manos sobre mis rodillas, toso fuertemente y tomo una gran bocanada de aire que me exigen los pulmones. De pie, frente a él, miro sus ojos llenos de ira, desconcierto y miedo. Caigo en cuenta de todo lo que acabo de pasar. Estoy fuera de mí por los nervios, doy media vuelta y corro a la puerta, tiro de la manilla y me enredo con ella por mis manos sudorosas. Salgo al pasillo muy angustiada. El corazón parece que se me sale por la boca, me duele el pecho, tengo ganas de llorar y gritar, pero no encuentro las fuerzas para hacerlo. Camino sin mirar atrás con pasos rápidos hasta el otro lado del departamento.
Encuentro a mi mamá doblando unas sábanas, su cara tiene una expresión de saber todo lo que está pasando y espera que yo se lo confirme. No puedo pronunciar ni media palabra, mi garganta esta atascada. Pongo las manos sobre mi cuello y muevo la cabeza en señal de negación. Al mismo tiempo, mis ojos se inundan de lágrimas. Decido irme, retrocedo con pasos lentos hacia la entrada y me marcho de la habitación.
Bajo corriendo por la salida de emergencia del edificio. Veo a mi papá y a un primo muy molestos hablando con la policía. Creo reconocer algunas caras, pero no me detengo, sigo mi camino sin tener idea de a donde voy. Continúo por las escaleras oscuras y sucias. Me apoyo del pasamanos oxidado, mientras uno de mis pies se moja en lo que parece un charco de orina de perro. Tengo la sensación de que nunca llegaré a la calle, es una escalera sin fin.
Estoy ahora en una estación de metro. Observo los techos de los trenes desde el piso de arriba y decido ir hasta el andén. Hay muchos vagones blancos que pasan a toda velocidad dejando solo las estelas de luz. Me encuentro con una mujer morena, de traje gris y sombrero de capitán, ella me dice que mi tren es el de letrero verde y que debo apresurarme.
Ya en la calle, entro en un nuevo edificio que no tiene paredes, solo escaleras y una estructura metálica que pareciera estar a punto de caerse con solo un soplido del viento. Veo al mismo grupo de policías que estaba con mi papá, pero esta vez caminan con Sabina, mi terapeuta. Ella me abraza por el hombro y me pregunta: ¿qué pasó, me vas a contar? Inmediatamente comienzo hablarle y me desplomo en un llanto inconsolable, lloro mucho, siento como si un dique se rompiera dentro de mi pecho.
Mi propio llanto me despierta. Él está a mi lado y duerme. No logro parar de llorar, lloro con un dolor muy profundo y pienso en Carmen, Carmen Tomasa Reyes Ribas y en la historia que mi madre me había confirmado días atrás.
II
Crecí escuchando los cuentos de mi familia materna. Muchas historias de una mujer y muchas mujeres con historias. Hoy en día es que tomo consciencia de lo dantesco de algunas situaciones. A veces las narraban como algo que le había pasado al amigo del amigo de algún fulanito y, en mi mente de niña, todo aquello parecía un mito que no tenía cabida en la vida real.
Hace poco recordé un relato peculiar que contaba mi abuela. Nunca había hilado quiénes eran los protagonistas y, ahora que ella falleció, recapitulé los detalles con mi mamá un día que hacíamos una caminata.
Resulta que Carmen Tomasa Reyes Ribas era la mujer de Domingo Rodríguez, ambos mis bisabuelos, los padres de mi abuela materna, Paula Margarita, quien nació en 1930 en la Parroquia El Valle y vivió entre Los Rosales y El Naranjal. Mi bisabuelo trabajaba la madera, fabricaba cuatros y también le gustaba mucho la bebida. Mi bisabuela era agricultora y ama de casa.
Un día que Carmen Tomasa se disponía a lavar la ropa, en la quebrada lateral del barriecito de ranchos de bahareque, llegó Don Domingo bien borracho y le dio una golpiza tan fuerte que la dejó en cama. Carmen Tomasa, quizás con varios órganos reventados, adolorida y agonizando, pidió que le pegaran de la teta a su bebé para que mamara, una criatura que tenía pocos días de nacido. Mi abuela estaría tan pequeña que no recordaba los pormenores, solo relataba que su madre y su hermano murieron luego de ese episodio.
Paula Margarita Reyes, porque su papá nunca la reconoció, quedó bajo las faldas de mi tatarabuela Josefa Antonia Reyes. La «tatis» era de carácter severo. Usaba la saliva como temporizador mientras enviaba a mi abuela a hacer algún mandado al pueblo. Aquel escupitajo era el tiempo que Paula tenía para ir y venir, antes de que se secara y así evitarse una paliza.
A mi bisabuelo lo conocí. Lo vi solo una vez. Lo recuerdo sentado cerca de una ventana y con una toalla sobre los hombros, mientras mi abuela y mi mamá lo aseaban o lo afeitaban, no estoy segura, solo sé que él siguió viviendo y libre a pesar de aquel «incidente». Llamarlo así le quita la carga de su acto, porque en la realidad, Domingo Rodríguez mató a Carmen Tomasa.
De mi bisabuela ahora reconozco esa triste, dolorosa y valiente imagen.
Epílogo
Querida, Carmen Tomasa.
He tenido la suerte de sentir el pánico solo en una pesadilla, no me imagino el terror que tú viviste, ni cuántas veces debiste sentirlo. Admiro el coraje que tuviste.
Te aprecia y te honra, tu bisnieta, Kareen.
Naweboná, Abigail. Será que podré dormir hoy?
Muchas mujeres han callado y han sufrido en silencio por muchas razones. Afortunadamente “algunas cosas han cambiado” desde 1900 hasta la fecha. !Honor a todas nuestras valientes mujeres!
De mis ojos brotaton las lágrimas al leer esta historia. Lamento el dolor de tu bisabuela Carmen Tomasa y de todas las mujeres que aún viven una historia similar.