Todos en el pueblo hablaban de él.
Era el hombre del momento, el ejemplo vivo de la prosperidad, la encarnación del éxito, la prueba de que si uno se propone algo, lo logra. Nunca más tendría que ensuciarse las manos cultivando papas. Jamás volvería a andar andrajoso. De ese momento en adelante, Jean-Baptiste usaría prendas sólo de las finas y andaría perfumado por los pasillos de Versalles.
Como nadie sabía a ciencia cierta cuál era el nombramiento que había recibido en el palacio, todos especulaban: ministro quizás no, pues sería de conocimiento público; secretario de algún despacho menor, tal vez, o chambelán, embajador en el extranjero o muy probablemente espía (por aquello del secretismo con el que se manejó el asunto).
Lo cierto es que cuando Jean-Baptiste visitó a su madre, vestía las prendas más elegantes que alguna vez desfilaron por las calles polvorientas de Villefranche. Qué decir de su andar en los pasillos de Versalles: Jean-Baptiste caminaba con una seguridad que nunca en sus veintitrés años había tenido. Veintitrés años: todo lo que le esperaba, todos aquellos logros que tendría en su carrera habían comenzado demasiado pronto. Desde esta posición, seguro escalaría rápidamente hasta alcanzar sus objetivos.
—Su Majestad le espera ansioso —señaló el ministro del Interior al toparse con él en el jardín.
A toda velocidad recorrió los pasillos hasta la habitación del monarca. Abrió puertas y ventanas, saludó con una reverencia y tomó de debajo de la cama la bacinica bañada en oro para que El Rey Sol hiciera con toda calma sus necesidades matutinas.