Había una vez
...muchas maneras de echar tu cuento
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Cada noche, y sin poder controlarlo, esta persona comienza a flotar más y más alto.

Todas las noches flotaba. Ocurría sin aviso. Iba caminando por la playa y, de pronto, uno de sus pies ya no tocaba la arena. Como si la gravedad se hubiese olvidado de su ser. Así, comenzaba a subir. Con calma, un centímetro a la vez. En línea recta, apenas desdibujada por alguna corriente de viento. Le ocurría con incesante frecuencia desde el naufragio. ¿Hace cuánto tiempo ya?

A solas en la isla sobrevivía al capricho de fuerza invisible que jugaba con su ser, poniendo en riesgo no solo su humanidad, sino la cordura que le ataba al mundo civilizado. Y así, noche a noche, se sorprendía dando pasos en la nada.

A veces subía poco menos de las palmeras y lograba asirse. Otras, ascendía hasta ver la totalidad de la isla rodeada por el negro mar. Sin importar la altura de sus levitaciones nocturnas, no podía evitar preocuparse por lo que le pasaría al caer. Porque, así como alzaba vuelo, se precipitaba.

Asumía que caía en un trance, pues solo despertaba con el sabor del agua salada mientras flotaba entre las olas. Del ascenso recordaba todo. Su temor a no soportar el frío, o quedarse sin aire según la altura.

Pensaba siempre y sin remedio en su pareja. Sus hijos. Gente que vivía en su corazón, que latía con la única esperanza del reencuentro. Si la ascensión era extrema, tenía tiempo para meditar sobre todo lo que dejó a medias. Una vida citadina con agendas colmadas y planes para cuando tuviera más tiempo.

Planes a los que se aferraba sin intención de dejar ir. Sin aceptar que no todo podía controlar. En condena por voluntad propia al bucle de ascensos y caídas sobre una tierra que no pertenecía ni a vivos, ni muertos.

Un alma en pena.

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