La protagonista de esta historia se revela contra la moraleja de su propio cuento.
Por Fabiana Ortega Domínguez
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Me cuesta mucho hablar de esto, incluso creo que son pocos los que conocen la historia. Considero pertinente que tú la sepas. Tú por encima de todos mi amor, deberías saberlo.
Perdóname si lloro. Esta historia me toca profundo porque cambió mi vida y fue lo que me trajo aquí a este momento, a hablar contigo.
No recuerdo detalles previos, pero me desperté en negro. No lograba ver nada. Tenía miedo, aún no estaba del todo consciente. Me preguntaba mil veces «¡¿Dónde estoy?!», «¡¿Cómo terminé aquí?!». Juro que lo último que alcanzaba recordar era abrirle la puerta a esa voz. Me pidió entrar, y yo, ¡YO le abrí! Así no más. La mujer más precavida, más cuidadosa, más temerosa de extraños, le abrí la puerta como una estúpida. No se qué me pasó, no lo pensé. Aún no puedo creer que me haya ocurrido eso a mí. Me avergüenza incluso decírtelo. Se supone que las canas son de señal de sabiduría, quizás no en mi caso.
Juro que no alcancé a verle la cara, por un lado abrí la puerta y por otro lado este monstruo me saltó encima y me atacó. Cuando recuperé la conciencia y abrí los ojos estaba en un espacio tan pequeño que a penas me podía mover, oscuro, horrible. No estaba amarrada, pero igual no hacía falta, no podía escapar. No podía salir. Ni siquiera podía ponerme de pie. No recuerdo ni siquiera cuanto tiempo estuve presa allá dentro.
Me dolía el cuerpo, estaba golpeada, con la piel desgarrada y sentía un ardor en todo el cuerpo como si me hubiese quemado con algo. Estaba todo muy caliente, sofocante. Era un claustro. Se oían unos ruidos que me aturdían pero no entendía de dónde venían.
Sentí mucha rabia contra él, pero sobre todo contra mí. En momentos así, uno se re-victimiza, encima de las calamidades que se padecen, se suma la vergüenza de no haber actuado correctamente. La culpa no sería de este infeliz que entró en mi casa, me secuestró y me abusó, la culpa sería mía por haberlo hecho entrar. O al menos eso pensaría la gente.
Esa sociedad que te inculpa sólo por ser mujer. Siempre fui muy cuidadosa con los hombres, siempre me enseñaron a sospechar y esa misma tradición la continué con mi hija y a la vez con mi nieta. A las mujeres se nos enseña a desconfiar de los otros porque estamos a expuestas a los potenciales daños que nos puedan hacer. En lugar de educar a los hombres a no dañar, es a nosotras que nos enseñan a huir, cuidarnos, prevenir. A vivir siempre con miedo. Ese miedo que me llevó a vivir mi vida con hastío. Demasiadas restricciones que me llevaron a vivirla sin vivir.
Estando atrapada en ese sitio con ese olor tan nauseabundo pero tan característico, reflexioné en lo que había sido mi vida hasta ese momento. Cliché lo se, pero creo que cuando estás cerca de darle un punto y final a tu propia historia no queda otra que revisarla de principio a fin. Pensé en todas las cosas que me quedaron por hacer, pensé en ti especialmente. De todo lo que me inhibí, de todos los besos que nunca me había atrevido a darte. ¿Por qué? Me preguntaba genuinamente y no entendía. Tanto cuidarse de los hombres, portarse a la altura, ser una dama de sociedad, ¿para qué? ¿Para que venga otro y haga lo que quiera con mi cuerpo? Lloré y pedí por un milagro. Si lograba salir de ahí me repondría y te buscaría.
Perdona que no encuentre las mejores palabras, pero es que esa última idea me golpeó… como te decía, busqué algo dentro del bolsillo de mi camisón para secarme las lágrimas y encontré mis lentes y una caja de fósforos. Como pude me los puse y prendí uno de esos fósforos para poder alumbrar y ver dónde estaba. El miedo que sentí fue indescriptible, te confieso ahora, que no sé si hubiese preferido no ver. Entendí de dónde venía ese olor fétido. Las secreciones, los ácidos, ¡El ruido! Era el crujir de unas entrañas, moviéndose para digerirme. El ardor que sentía eran los jugos gástricos que me estaban disolviendo. Mi piel había sido desgarrada a mordiscos y tragada. No me podía mover porque el estómago de un lobo no es tan grande como para que pudiera hacerlo.
Ahí entendí que estaba próxima a morir. Las profecías culturales sobre el daño de extraños se habían cumplido. Tanto cuidarme para venir a morir así.
Pensé en mi nieta, ¿Cómo podría ella sobrevivirme? mi recuerdo y la historia de mi muerte. ¿Se traumaría? ¿Cómo no, verdad? Pero, ¿Sabes qué entendí? Tanto que he cuidado de mi nieta para que nunca le pase nada y ahí dentro de ese estómago, me di cuenta que lo peor que le puede pasar a ella es que nunca le pase nada. Deseé para ella una vida plena, una vida sin censuras, contraria a la que había tenido yo, como la que tendría si lograba escapar, como la que tengo ahora, contigo.
De pronto, vi un punto de luz, pensé quizás que ese era el final del que todo el mundo habla, de la luz que viene a buscarte, el túnel. En fin, pensé que me estaba muriendo. Me entregué, me despedí un poco de lo que fui y me perdoné por no haber tomado la vida como se toma un toro por los cuernos. Pero la luz no era etérea, sino que se colaba por el cuerpo de la fiera mientras se iba abriendo. Vi un filo, un hacha, penetrar la piel del animal. Se abrió una raja gigante, entró aire, salieron las tripas y yo con ellas. Un leñador me ayudó a salir. Curioso ¿No? Un extraño me atacó, pero también fue un hombre desconocido quien me rescató.
Ahí también estaba mi nieta, tan bella. Sus rizos rubios y su caperuza roja que tanto le gusta y que no se quita. Su carita asustada pero aliviada de verme aún con mi vida. Ella mucho más valiente e inteligente que yo, confió en un extraño, buscó a un leñador para que la ayudara a sacarme de ahí. Mi nieta tan desobediente fue la que me salvó la vida. De verdad que hay que admirar lo indecorosas que pueden ser las nuevas generaciones. Menos mal.
Aún no me lo creo. Tenía una segunda oportunidad para enderezar mi vida, me quedara lo que me quedara de tiempo. ¿Quién sobrevive a eso? Definitivamente era una señal mística que tenía que escuchar. Ya no más la abuela reprimida. De ahora en adelante sería «Chapada a lo actual».
Estar contigo es todo: estar aquí, en tu cama, lo es todo. Nada como sobrevivir a unos ácidos gástricos para entender que no debemos dar nada por sentado. Abrazar la vida, como te abrazo a ti y no soltarte nunca más.
Ese es el legado que quiero dejarle a mi nieta, hacerle ver que ahora la feroz soy yo, que voy a vivir la vida de forma valiente. Contigo, pero sobre todo conmigo misma. Quiero que ella en su momento haga lo mismo, que no se censure tanto. Pero eso sí, le hice prometerme que nunca abrirá una puerta sin antes ver por la mirilla.
Excelente cuento, lo que vivió la Abuela de Caperucita. Me encantó.