Espaguetis con pollo

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Esto no es una receta de cocina, pero seguro te acordarás de este cuento la próxima vez que alguien prepare algo para ti.

Vicente sentía como las gotas de sudor se deslizaban desde su nuca hasta la espalda. A las diez de la mañana el calor en ese bosque de matas de plátano y cacao era húmedo y denso. Vicente tenía más de cinco meses sin dormir bien, se levantaba en la madrugada con una turbulencia de pensamientos que lo atormentaban. Además del insomnio, sentía una acidez que lo quemaba por dentro cortándole la respiración, había perdido peso por el mal comer. Su mujer estaba preocupada porque ningún doctor había dado un diagnóstico certero y las medicinas tampoco tenían efecto alguno.

—Deberíamos buscar otras opiniones, no sé, cosas que no sean de la ciencia, ¿sabes? de que vuelan, vuelan —le dijo ella mientras cambiaba la sábana y abría las ventanas para que le diera aire fresco a la habitación que amanecía densa y húmeda cada mañana.

Vicente llegó a la casa de Don Horacio porque uno de los obreros de la hacienda donde trabajaba se lo recomendó. Le contó que él era un curandero muy respetado del pueblo, no era pesetero, cobraba en comida o cosas para seguir arreglando su rancho. Le había salvado a su hijo de tres años que casi murió con la barriga llena de lombrices. Nadie sabe cómo Don Horacio apareció en Caucagua. Vestía siempre un pantalón de gabardina, alpargatas y una camisa desabotonada por encima del ombligo. Tenía la piel roja, arcillosa, tostada por ese sol que seca las semillas de cacao en los patios. Don Horacio no hablaba mucho, pero se hacía entender. El mismo obrero le contó a Vicente que, cuando quiso llevar a su cuñada con un cáncer de etapa terminal, Don Horacio negó con la cabeza, se hizo una raya imaginaria con el pulgar de oreja a oreja y señaló el piso con los labios y el dedo índice.

En la familia de Vicente casi todos eran devotos. Su mamá y sus abuelas tenían altares, nunca faltaba una auyama sobre un plato de arroz con lentejas crudas y monedas y tampoco la penca de sábila sobre la puerta de entrada de las casas. De pequeño se preguntaba si de verdad el tío Enrique bajaría desde el cielo a beberse el café que su abuela colocaba todas las mañanas frente a su retrato en la mesa de la sala. Pero Vicente también creció escuchando a su papá diciendo que los brujos lo único que sabían hacer era inventarles historias de cachos y queridas de los maridos a las mujeres que iban a consultarse.

El patio de la casa de Don Horacio era de tierra. Había varios montones de arena de construcción y muchas botellas plásticas tiradas por todos lados. Dos gatos jugaban bajo unas láminas de zinc mientras Vicente esperaba sentado en una silla de mimbre medio destejida.

—¿Usted almorzó? —preguntó Don Horacio.

—No, no he almorzado.

—Josefa, sírvale también al señor.

Vicente se devoró el plato de espaguetis con pollo. Cuando estaba terminando el vaso con agua helada, Don Horacio le hizo una seña con la cabeza para que lo siguiera.

Atravesaron un pasillo estrecho entre dos muros. Don Horacio apartó un tronco que sujetaba varios alambres de púas y ahí comenzaron la caminata a través del bosque. El olor a cacao podrido inundaba todo; los pies de Vicente se hundían en el suelo embarrado y resbaloso por la época de lluvia. A lo lejos se escuchaba el pitido de un gavilán cazaba ardillas o sapos en el monte. Llegaron a un claro donde la tierra estaba completamente limpia, sin malezas y dura como el patio de la casa de Don Horacio. Vicente vio a su alrededor y se dio cuenta de que estaban en medio de un triángulo equilátero, formado por tres árboles cuyas raíces sobresalían y estaban unidas.

—Ponga en el suelo todo lo que le pedí.

Vicente sacó tres botellas, varias ramas envueltas en periódico, unas bolsas con cenizas y otras cosas que su mujer le había preparado.

—Desvístase y quédese solamente con el short —dijo Don Horacio mientras recogía los implementos y los llevaba a uno de los árboles donde parecía tener un altar.

Al cabo de unos minutos Don Horacio volvió al centro del triángulo con las ramas en la mano y un balde con la mezcla de todas las aguas. Encendió un tabaco.

—Levántese, abra los brazos y separe las piernas. Comenzó a rezar y a pasarle estas ramas por el cuerpo; Cerraba los ojos, miraba al cielo y susurraba palabras inentendibles. Aquel baño de ramas refrescó un poco a Vicente. Don Horacio tomó las cenizas y le hizo primero una cruz en el pecho, luego una en cada hombro y finalmente una a la altura del estómago.

—Arrodíllese.

Vicente hizo caso, se apoyó con las manos y puso ambas rodillas sobre la tierra. En ese momento Don Horacio sacó de uno de sus bolsillos una cruz hecha con dos clavos enormes y la apoyo justo en el entrecejo de Vicente.

—Abra la boca.

Le trazó un círculo de ceniza en medio de la lengua y le puso la cruz, con lo que Vicente comenzó a vomitar. Su abdomen se retorcía con cada arcada, tenía la cara rojísima, las venas del cuello brotadas y los ojos que parecía estallar con cada náusea ruidosa.

—Uju, esto le pasó a usted por recibirle comida a cualquiera, recoja todas las cosas que vamos al río.

Una vez en el río, Don Horacio siguió dando instrucciones a Vicente.

—Quítese la ropa, la va a tirar al río con todo esto que acabamos de usar, deje que el agua se lo lleve; se va a lanzar usted nueve veces en forma de cruz, de aquí para allá y de allá para aquel lado, siempre contrario a la corriente, nunca hacia abajo, así el río va a terminar de limpiarlo, después póngase la muda de ropa que trajo y me espera aquí.

Vicente veía como las flores de una ceiba gigantesca caían en el único punto donde el agua se hacía transparente. Se desvistió y siguió las instrucciones de Don Horacio. El baño de agua helada le quitó un poco el malestar que le habían dejado las náuseas, sentía como si acabara de pasar una noche de fiesta y borrachera, no pensaba en nada, solo venía el recuerdo del vómito fétido y se dio cuenta que no hubo rastro ni de los espaguetis ni el pollo, solo una mazamorra marrón verdosa.

Vicente esperaba sentado en la única piedra donde daba el sol cuando Don Horacio al fin llegó de la casa con una jarra de jugo de mango y una bolsita de tela en las manos.

—Aquí tiene el collar —un escapulario con azabache— úselo siempre, se lo puede quitar solo para dormir y escúcheme bien, no coma nada que no haya sido preparado por usted o su mujer. Quien le hizo esto quería volverlo loco, que usted perdiera la calma poco a poco. Esté pendiente mañana en la mañana en su oficina a la primera persona que se presente y, muy importante, no lo monte jamás en su carro.

Como todos los lunes, Vicente entró a su oficina, encendió el aire acondicionado y puso la cafetera eléctrica para preparar la primera ronda de café del día. La noche anterior había dormido como una piedra, algo que no había logrado ni con las gotas de valeriana ni con los somníferos que le había recetado el doctor.

—Buenos días jefe —escuchó Vicente esa voz ronca e inconfundible del capataz de la hacienda.

—Buen día Manuel, cómo le va, cómo están su esposa y los muchachos —respondió Vicente como si nada.

—Todo bien jefe, los muchachos en la escuela y Claudina en el mercado haciendo las compras. Por cierto, me mandó a preguntarle si está semana va a querer las caraotas dulces que a usted le encantan, le tengo que avisar para que también compre el chicharrón.

—Cónchale, Manuel, eso le iba a decir, fui con doctor nuevo, una eminencia y me recomendó dieta estricta. Entonces dígale a su mujer que ya no me cocine más, que muchas gracias y me avisa si les debo algo.

El papá de Vicente era un tipo de bastantes dichos y una de las frases que siempre repetía era «a mí quien me caga no me limpia» y aunque Vicente creció escuchando esos valores sobre el orgullo, él era un hombre tranquilo, nada rencoroso y jamás pasó por su cabeza devolver el mal, siguió con su vida y su trabajo. Algunos años después tres hombres acompañaban a Vicente en la camioneta la mañana que dio un volantazo para esquivar a una gandola que venía de frente y sin frenos. Al borde del precipicio y en medio de la polvareda, Vicente se puso una de las manos en el pecho y tocó el escapulario de azabache que se le desarmó encima.

—De vaina no nos matamos jefe —dijo Manuel bajándose del cajón.

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