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Acompáñanos al lanzamiento en Latinoamérica del revolucionario software de conexión con el más allá. ¡Te esperamos!

Foto de Camila Quintero Franco

El software había fracasado en el mercado anglosajón. Los estudios fallaron en reconocer que estos grupos demográficos preferían sostener sus comunicaciones con los espíritus de la manera clásica, con la intervención de objetos que lucieran antiguos (que no es lo mismo a que lo fueran), o de personas convincentes al hablar sobre su conexión con el otro mundo.

Por supuesto, el factor del escepticismo influyó dramáticamente en los resultados de nuestro lanzamiento. De nuevo, los estudios de mercado no se plantearon la pregunta básica de «¿confiaría en un programa de computación para sostener comunicación con espíritus?», sino midieron solo el nivel y sinceridad del interés en nuevas maneras de conectar con el más allá. Así que, como yo era la única del equipo de Desarrollo de Producto que hablaba español, me tocó liderar la iniciativa de lanzar nuestro software en el mercado latinoamericano.

Agradecí el reto, por supuesto; no quisiera sonar ingrata. Una parte de mí ya sentía cierta frustración tras varios años trabajando en una startup que está siempre creciendo pero nunca alcanzando los números necesarios, esos que abrirían espacio para que todos los colaboradores pudiéramos también crecer, ascender, prosperar.

Por otro lado, no me complacía que no me hubieran asignado este proyecto por mis habilidades como ingeniera de producto, sino solo porque hablaba el idioma que ninguno de mis compañeros, a pesar de coexistir con millones de hispanoparlantes en la Bay Area, había querido aprender.

Pero la razón de peso por la que, en un principio, dudé de liderar una iniciativa tan importante relacionada con este software era que, a la hora de la verdad, yo no creía en el producto. Entré a la empresa cuando estaba recién fundada porque estaban buscando ingenieros, y yo era ingeniera y estaba desempleada. No quiero ser un cliché (seguramente hay muchos ingenieros con interés en lo paranormal), pero el espiritismo nunca estuvo entre mis pasiones y, la verdad, tampoco entre las de mis compañeros de trabajo.

Nunca hablábamos de esto abiertamente, nadie se atrevía a mencionarlo de frente, ni siquiera los fundadores del emprendimiento, que presentía se sostenía por delicados hilos que atravesaban rendijas legales. De algún modo, todos sabíamos que nuestro producto era un fraude, que habíamos traído a los «mejores» espiritistas de la costa oeste para que «nos asesoraran» (y poder mencionarlos en la publicidad), pero en realidad habían sido el hazmerreír de todos en la oficina durante el desarrollo.

Sí me resultaba curioso que nadie se cuestionara (por lo menos en voz alta) si el fracaso del producto no se habría debido precisamente a eso: a que era un fraude evidente, que no estábamos solucionando ningún problema real sino explotando una debilidad humana –la fe, la superstición, llamémoslo de cualquier manera–, y que nuestro proyecto estaba condenado a fracasar porque el uso de un software no sugestionaba a la gente de la misma manera que «los medios tradicionales». Y aquí entraba lo que más me enfurecía, aunque no me atrevía a decirlo: presentir que ellos apostaban ahora al público latinoamericano bajo la creencia de que estos –al final, mi gente– serían más vulnerables que los anglosajones a estos trucos mentales.

Pero no quería ser malagradecida.

Cinco años atrás, no podía hacer un mercado completo y mi único par de zapatos tenía un hueco en la suela. Hoy vivía en un moderno departamento en San Mateo, minúsculo y alquilado, pero con la despensa llena. Claro, la comida se podría cuando me tocaba pasar días enteros encerrada en la oficina, comiendo pizza fría a cambio de horas extra.

Pero no quería ser malagradecida.

Nos dedicamos entonces al proceso de rebranding de nuestro software y, tras cierta pelea, logré convencer al equipo de mantener la interfaz minimalista que teníamos. No miento, alguien sugirió que usáramos la misma tipografía de la tabla de la Ouija y añadiéramos ilustraciones de calaveras con distintas expresiones, porque así era la personalidad latina. Sin comentarios.

Sí cambiamos el nombre; nuestro software se llamaba mediuum, así en minúscula, pero a alguien se le metió en la cabeza que a los latinos les gustan los nombres en inglés y que «médium» sí era una palabra que se usaba en español. Como yo estaba escogiendo mis batallas y la verdad no me parecía mal cambiarle el nombre luego del anterior fracaso, propuse The Seance, ya que me parecía elegante. No faltó el techbro fanático de The Social Network con su intento de chiste, uno que jamás habíamos escuchado en la industria de tecnología:

Drop the «the», it’s cleaner. Y, aunque era en broma, la verdad tuvo razón. Así nació (o renació):

***

Preparamos una gira para atraer inversionistas en Latinoamérica. Me enviaron a mí sola y estaba resultando un éxito. No sabía si estar satisfecha o decepcionada. Trataba de convencerme de que este nuevo atractivo se debía a mi increíble trabajo como ingeniera de producto y no a que los inversionistas latinoamericanos eran más impresionables. Sin duda habíamos mejorado la plataforma pero, sinceramente, el secreto (literal) de nuestro desarrollo seguía siendo apelar a la autosugestión.

Lo más curioso era que, durante las demostraciones, no percibía que ninguno de los inversionistas realmente se «conectara» con el más allá ni el más acá, ni nada realmente. Salían fascinados con la experiencia, pero no relataban nada concreto, no decían «sí, hablé con mi mamá muerta, gracias» mientras se secaban las lágrimas. Lo que realmente los entusiasmaba era el «ilimitado potencial» del programa y varios pusieron como condición para su inversión que lo convirtiéramos en una app, para que pudiera funcionar en celulares y ser «más accesible en todos los niveles», es decir, «para que suba cerro» como decíamos en mi país, ya que naturalmente había la noción de que ese sector sería el más propenso a querer usar nuestro software.

No cuestioné nada. La verdad no sería difícil trasladar la funcionalidad a una app. Y cada inversionista ganado era una comisión más para mí. Mentalmente ya estaba llenando mi carrito de Amazon (y escogiendo el carrote que me iba a comprar en la vida real).

La última parada de mi gran gira de inversión era Montevideo. Me habían advertido que quizá sería difícil: era un mercado muy pequeño y, mayoritariamente, de gente escéptica y pragmática. Mi víctima más importante se llamaba Federica Di Maio, la heredera de un pequeño imperio industrial que producía desde quesos hasta zapatos. A pesar de que tenía fama de tradicional e intransigente, quería traer la empresa familiar al siglo 21 e incursionar en tecnología.

Nos encontramos en sus oficinas de la Avenida 18 de Julio, con sus palmas robustas y sus árboles de Artigas. Ella misma me recibió en la puerta, vestida con unos chinos negros y una blusa de seda color oliva muy sencilla que costaría dos de mis salarios mensuales. Se veía más joven de lo que era y, al mismo tiempo, una dureza en su rostro me hizo presentir un alma vieja y curtida.

She’s a no-nonsense person —me habían dicho. Y me bastó una sola mirada para comprobarlo.

Me llevó a la sala de conferencias porque quería entender de inmediato si le interesaba el asunto o no. Se nos unieron dos personas que no pudiera decir que me presentó, sino cuyos nombres me lanzó por obligación: Luisa, una mujer mayor que supuse sería su secretaria de toda la vida, y Darío, un hombre de mi edad con pinta de no haber dormido en una semana. Nos sentamos alrededor de la mesa y comencé a dar mi discurso hiperensayado, que ya no me saldría natural ni entusiasmado, recitando el storytelling cursi que diseñamos para justificar nuestro software como un medio de mantener la conexión del amor más allá de la muerte. No pude avanzar mucho más cuando me interrumpió Federica. Obvio, no le interesaba nada de esto. La justificación del problema, demographics, escalabilidad, exit strategy, etc., etc., etc., solo le interesaría una vez que hubiera probado cómo funcionaba el software y si la convencía de siquiera considerar la inversión.

Fingí que no me había intimidado con la interrupción y saqué la laptop. Les eché un vistazo a Luisa y Darío, esperando algo de complicidad en sus miradas, pero solo me encontré con un espejo frío. No supe si pretendían normalidad por miedo o si de plano la actitud de su jefa no les resultaba nada extraordinaria.

Situé el portátil frente a Federica mientras se cargaba el programa, y aclaré, sin esperanzas de que me hicieran caso, que idealmente dejábamos sola a la persona que iba a probar la experiencia ya que, si se lograba la conexión, podía volverse algo muy personal. En realidad, era solo para eliminar fuentes extras de distracción y escepticismo, para que el usuario no se sintiera cohibido y se rindiera ante la experiencia. Federica no lo pensó un segundo y dijo:

—Los veo luego afuera, por favor.

Y ellos como dos soldados silentes salieron uno detrás del otro. Apagué las luces, me aseguré de que la laptop tuviera activados todos los permisos de cámara y micrófono que el software necesitaba y estaba a punto de salir también de la sala, cuando escuché:

—No, te tienes que quedar a explicarme. Cuéntame qué tengo que hacer —sonaba entre curiosa y exasperada.

Cerré la puerta conmigo dentro y le dije que solo escribiera su nombre y que de resto el programa la llevaría sola. Yo me fui a una esquina del salón a observar y tratar de estorbar lo menos posible, convencida de que esta prueba estaba destinada al fracaso.

Federica iba señalando las respuestas que el programa le pedía: algunos datos básicos como fecha de nacimiento y algunas asociaciones de palabras y colores. Nuestra justificación era que esta primera etapa servía para que el usuario se familiarizara con la interfaz; la verdad era que tenía integrados algunos elementos de hipnosis y, al mismo tiempo, nos permitía entender ciertos patrones de pensamiento del usuario y que el programa predijera mejor qué tipo de estímulo debía presentarle para mejorar las probabilidades de autosugestión.

Finalmente, el programa le preguntó a quién deseaba contactar:

—Vittorio Di Maio.

Sentí un nudo en la garganta. Su papá. Ni supe por qué me sorprendí, quizá por la solemnidad y un dejo de emoción irreconocible en la manera en que pronunció aquel nombre.

No lograba ver el rostro de Federica, solo la pantalla por encima de su hombro. El programa mostró la página de carga, una serie de imágenes abstractas, hasta que salió una silueta deliberadamente ambigua. Iba acompañada de un collage de ruidos y voces con todo tipo de timbres y emociones: sonidos mezclados de manera de ser indistinguibles, pero que luego de lograr individualizar alguno en específico, ese sobresalía sobre los demás al fondo. Inspirados en experimentos con el test de Rorschach y el Efecto McGurk, la experiencia audiovisual estaba diseñada para ser absolutamente proyectiva. Esto no se lo contábamos a nadie, por supuesto. De todos modos, de haber querido, Federica no me hubiera dado la oportunidad de explicarle nada.

Estuve un rato en silencio, alternando la mirada entre las irrelevancias que me mostraba el celular y lo que ocurría en la mesa de conferencias. En el programa, la silueta se movía, se transformaba en otras figuras también incomprensibles, programadas para ser aleatorias y Federica, inmóvil, contemplaba con atención todo lo que ocurría en la pantalla. Me llamó la atención, como si lo viera por primera vez. Quizá porque sí era la primera vez en mucho tiempo que estaba presente para el séance, el «de verdad», con alguien que no estuviera a la defensiva, consciente de que estábamos jugando con su mente. Me quedé un rato viendo la pantalla y me pareció que había algo sin duda sombrío en lo que habíamos diseñado. Me dio escalofríos.

Y entonces la escuché.

Federica hablaba en murmullos, muy bajito. No lograba entender qué decía, pero parecía que hablaba con alguien.

En cualquier otro momento, hubiera sentido un profundo alivio. Hubiera pensado que la inversión estaba asegurada y, con ella, el éxito de la gira, mi bono y, en general, la reafirmación de que nuestro (mi) trabajo había funcionado.

Pero los escalofríos se transformaron en aversión. Algo dentro de mí me advirtió que todo esto era incorrecto, esencialmente perverso. Y supe que no se trataba de mi sistema moral, que no estaba por fin atreviéndome a cuestionar la sinceridad de nuestras intenciones al crear este programa. Era otra cosa, vil y casi tangible, como si el aire hubiera cambiado de densidad y estuviera lentamente aplastándonos, comprimiéndonos, triturándonos.

Quizá me arrepentiría después, pero ya no importaba la inversión. Corrí donde Federica y la separé de la pantalla, donde la silueta seguía mutando de maneras que nunca había visto antes. Ella no reaccionó, sino que siguió murmurando y logré entender que hablaba en italiano. Los ojos estaban fijos; empecé a gritar su nombre y a sacudirla, tratando de sacarla del trance, pero no reaccionaba.

Cerré la laptop, esperando que al quitar el programa se fuera el efecto hipnótico que había logrado en Federica y, aunque me alivió no tener más el destello tenebroso de la silueta, en la oscuridad casi total de la sala se seguía escuchando el collage de sonidos desde la computadora, también progresivamente más extraños, más melancólicos. Por primera vez en mi vida la proximidad de la tristeza me generó pavor.

Como pude, levanté a Federica de la silla, la abracé y la sacudí con más fuerza, gritándole que se despertara. Por un instante, sentí como si se me hubiera soltado, pero se quedó de pie en la posición más extraña que hubiera visto jamás. Tenía los pies apoyados en el piso, pero toda su disposición la hacía parecer como si estuviera colgada. Supe que ya no se trataba de una hipnosis fuera de control, sino que algo había salido muy, tremendamente mal.

Desde afuera, comenzaron a tocar la puerta. Luisa y Darío, curiosos, preguntaban si pasaba algo. No me salió la voz para contestar ni que bien ni que mal, solo miraba con pánico a Federica, sin saber qué hacer, con sincero terror de acercarme un paso más a ella. Ante mi silencio, las voces afuera empezaron a sonar más angustiadas, los golpes y forcejeos en la puerta más violentos.

Federica empezó a sacudirse. El rostro se le deformó, como si se comprimiera hacia la nariz; sus labios seguían moviéndose pero ya no salía ninguna voz, ni un murmullo ni nada. Las manos se le engarrotaron sobre el pecho y se envolvió con sus propios brazos, como las patas de una araña muerta. Corrí como pude, como me dejaron mis piernas paralizadas, hacia la puerta, tratando de abrirla, pero era inútil, las manos se me deslizaban del pomo como si tuvieran mantequilla, e incluso cuando lograba algo de agarre, parecía que ninguna fuerza en el universo sería capaz de girarlo. Comencé a llorar, a bramar, a ahogarme en mi propia desesperación, mientras los gritos afuera hablaban de derribar la puerta, de llamar al 911, de buscar un arma.

Me arrinconé como pude, lo más lejos posible tanto de la puerta como de Federica. Estaba aterrada, pero no podía quitarle los ojos de encima. Empezó a salirle espuma por la boca, por los ojos. Ni en mis peores pesadillas, mucho menos en películas de terror, había visto algo así. Era un espectáculo perturbador, cruel, pero sobre todo era la sensación insoportable de que el aire se había contaminado con algo abominable, que cada segundo iba tomando más y más espacio y no había escape o noción siquiera de cómo combatirlo.

Escuché a lo lejos las sirenas. Me alivié por un instante, pensando que pronto llegaría una ambulancia y salvarían a Federica de esta convulsión insólita. Pero luego entendí que, en realidad, debía tratarse de la policía. Afuera de esta sala, poseída o lo que fuera, no tenían manera de saber que estábamos lidiando con una «emergencia médica». Lo único que sabían era que su Directora Ejecutiva estaba aparentemente secuestrada por una desconocida.

Federica cayó al piso. Fue como si toda ella se distendiera, como si le hubieran cortado los hilos de repente y se hubiera desinflado. Corrí a verla, la boca todavía se le movía como conjurando una oración inaudible, la cara y la blusa oliva llenas de la espuma espesa que se secaba. La apreté contra mí, tratando de ver si había algo de mi calor, de mi confianza en mi propia luz, de mi convencimiento de que yo era una buena persona, que lograría salvarla, que lograría sacarla de ese mal viaje inexplicable.

Escuché como una explosión, pero no, nada explotó. Solo fueron las puertas forzadas que se abrieron de par en par. Entraron urgidos Luisa, Darío, y lo que parecían ser todas las personas que trabajaban allí, como una coral del abatimiento, todos sus rostros paralizados en incomprensión, en horror, en indefensión.

Federica yacía ahí, en el piso, rota, desencajada; evidentemente ya no era ella, solo un cuerpo. Yo de rodillas junto a ella, la ropa llena de su baba amarillenta, mi rostro también paralizado, horrorizado, indefenso.

Las sirenas sonaban ya muy cerca.

***

Siempre pensé que algún día nos alcanzaría la justicia; que llegaría el momento, algunos años más allá, en que los abogados corporativos no encontrarían el camino de vuelta en el laberinto de loopholes que habían diseñado para que Séance pudiera existir y generarnos millones. Siempre el placer del ahora, del contraste con el pasado, del estar agradecida por haber salido del hambre y del horror –otro tipo de horror–, me habían permitido posponer mentalmente ese futuro que, si era sincera conmigo misma, lucía inevitable.

También guardaba la esperanza de que solo los fundadores, los autores intelectuales de este emprendimiento fundamentado en el engaño, fuesen los que pagaran con cárcel o rendición de sus fortunas, y que de alguna manera yo lograse demostrar mi inocencia, mi ingenuidad, mi no-sabía; que fuese creíble mi convencimiento de que nuestro software era un portal a lo paranormal, que yo creía en nuestra misión de conectar a las personas con sus seres queridos en el más allá.

Jamás pensé que sería la única de la empresa en pagar unas consecuencias inimaginables, que terminaría enfrentándome a la posibilidad, frente a la justicia y frente a mí misma, de ser una homicida.

Jamás me imaginé que lamentaría el día que salí de mi casa, que llegué con mis zapatos rotos al país más próspero del mundo, que celebré el haber encontrado ese trabajo que por fin me resolvería la vida, que acepté seguir escalando la colina inacabable del éxito.

Jamás me imaginé que terminaría siendo una malagradecida.

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